Menú
Alberto Míguez

Bush y Aznar

El Gobierno español quiso madrugarle a la nueva Administración norteamericana firmando diez días antes de que el nuevo presidente Bush tomase posesión una Declaración Conjunta tan basta como ambigua. Se entiende mal la oportunidad de tal Declaración, que debería convertir a España en “socio preferente” de Estados Unidos. Fuentes diplomáticas solventes (no todas lo son) aseguran que la Declaración fue adelantada a la nueva Administración americana y que ésta la aprobó sin ponerle una pega.

Esas mismas fuentes aseguran que hasta dentro de seis meses no podrán “normalizarse” las relaciones hispano-norteamericanas; es el tiempo necesario para que el nuevo Secretario de Estado tome tierra y sus colaboradores se hagan con el “dossier español”. En el proceso jugará, sin duda, un papel decisivo el nuevo embajador americano en Madrid. Por ahora no hay quinielas sobre quién puede ser o sobre quiénes aspiran a un puesto tan suculento como aparentemente tranquilo entre los notables del Partido Republicano.

Los ministros de Exteriores del PP desde 1986 (Matutes y Piqué) han jugado a fondo la carta de la amistad firme y acrítica entre los dos países. España es para Estados Unidos un aliado seguro y un amigo obediente. En principio, tal situación no debería cambiar (en Washington no tienen ningún interés en que cambie y en Madrid, tal vez, tampoco), aunque es dudoso que el salto cualitativo en las relaciones que Aznar y Piqué desean se produzca sin dificultades.

Pocas personalidades más diferentes y ajenas que el nuevo presidente norteamericano y el jefe del Gobierno español. Nada les une: ni su formación académica, ni su experiencia política, ni sus aficiones y debilidades. Clinton era un asombroso encantador de ofidios y políticos, Al Gore (el amigo de Aznar) tenía menos gracia que las estatuas de la isla de Pascua bailando bulerías. Ambos –Aznar y Bush– son, sin embargo, duros fajadores que antes de acceder a la cúpula del poder tuvieron que tragar sapos y culebras en desayuno, almuerzo y cena. Esa capacidad de aguante sí puede aproximarlos.

Lo primero que Aznar tendrá que hacer es utilizar su capacidad de atracción (charme, dirían los franceses) con el nuevo presidente, algo nada fácil con un extraterrestre texano que visitó Europa en una sola ocasión, y al que no le interesan demasiado las localidades y regiones situadas a más cien millas de su rancho.

Por supuesto, para el joven Bush España no constituye prioridad exterior alguna y la construcción de relaciones especiales entre los dos países no será desde luego una urgencia. Para empezar a orientarse, habrá que ver si en la primera gira europea del nuevo presidente España estará en el itinerario, además del Reino Unido, Alemania y Francia. También habrá que ver cuánto deberá esperar Aznar en la antesala de la Casa Blanca antes de ser recibido por el nuevo inquilino.

Ambos indicadores deberían constituir una cura de humildad en medio del fragor mediático y retórico de los masajistas que rodean al presidente del Gobierno español y que parecen haberlo convencido de su influencia y escucha planetaria.

Obviamente, el general Collin Powell será diferente de la siempre sonriente Medeleine Albright al frente del Departamento de Estado. Ocurre cada vez que llega a la Casa Blanca un nuevo mandatario: se susurra que el “vínculo transatlántico” Europa-USA será cuestionado y que ha llegado la hora de que las tropas norteamericanas destacadas al otro lado del Atlántico regresen paulatinamente a casa.

Claro que después se impondrán las realidades y los intereses de Estados Unidos en el continente europeo y comenzarán las rebajas de enero. España sigue siendo un portaviones utilísimo para el despliegue norteamericano en Oriente Medio, Balcanes y África. Es impensable que la nueva Administración americana revise semejante prestación de servicios, máxime cuando el gobierno de Madrid está dispuesto a garantizar la actual situación con facilidades de uso crecientes.

En el Departamento de Estado nadie cree que las bases y demás instalaciones norteamericanas en territorio español provoquen resentimiento o ira entre la población. Una izquierda políticamente desarmada y una derecha triunfante y sobradora silenciarían cualquier reivindicación nacionalista inspirada por el antinorteamericanismo primario, latente en la opinión pública española. Nadie puede ofrecer más a la nueva Administración americana que el gobierno de centro-derecha (es un decir) instalado en Madrid.

De modo que, sean cuales sean las circunstancias futuras, Aznar y Bush están condenados a entenderse.

En Internacional

    0
    comentarios