A un español, estoy seguro, le sorprendería saber que ETA es vista al otro lado del Atlántico de una manera muy distinta a como se le percibe en España: como una fuerza rebelde al servicio de una causa justa y no como una tenebrosa organización terrorista. Le ocurre a Eta lo que a ciertas mujeres, que de lejos se ven atractivas y de cerca más bien asustan.
Digo esto apoyándome en una experiencia personal. Hace algo más de tres meses, escribí un reportaje en el cual hacía el recuento de los atentados cometidos por los etarras y el repudio que producían en la opinión española. Titulado “España bajo el terror de Eta”, fue publicado por varios diarios hispanoamericanos, entre ellos El Nacional de Caracas y, para gran sorpresa mía, suscitó protestas de dirigentes de la colonia vasca y aún de venezolanos para quienes los objetivos de ETA – la independencia de Euskadi, etc – lograban enmascarar, para no decir justificar, los perfiles sangrientos de dicha organización.
De igual manera, suelo sorprenderme cuando veo la manera como diarios de España y otros países de Europa presentan a las guerrillas de Colombia y al supuesto movimiento indígena que encabeza en México el llamado subcomandante Marcos. También aquí la distancia hace de las suyas. Manuel Marulanda Vélez –cuyo verdadero apellido es Marín y cuyos alias, digno de una película mexicana, es Tirofijo– suele ser presentado como el legendario guerrillero y su lucha como una respuesta a inicuas desigualdades sociales. Frente a ociosos latifundistas él acaudillaría la protesta de los sin tierra.
La misma luz romántica envuelve a las guerrilleras colombianas en las revistas dominicales como la del diario El País. Se nos habla de sus amores en medio de la guerra. Y, desde luego, esta bonita visión nada tiene que ver con la realidad que perciben cada día los colombianos por cuenta de las Farc: pueblos pulverizados, bonitas presentadoras de televisión o periodistas amenazados de muerte o niños de cinco años de edad secuestrados cuando se dirigían a su escuela en un autobús escolar.
En cuanto al llamado subcomandante Marcos, la capucha o pasamontañas que le cubre la cara le confiere en Europa un cierto parentesco con El Zorro o con Robin Hood. De nada sirve que dos conocidos periodistas –él francés, ella española– hubiesen mostrado la verdad en su libro “La genial impostura”. Ni siquiera un cartesiano tan agudo como mi amigo Regis Debray escapa a la seducción de esta falsa leyenda. Yo lo creía curado de espantos, luego de que Fidel Castro, apoyado por él durante décadas, le fusilara a sus amigos el general Ochoa y a Tony de la Guardia. Regis, es cierto, tomó distancias frente a él, pero no frente a mitos más recientes de la misma naturaleza como el creado precisamente en torno a Marcos. El hecho fue que el escritor francés estuvo en Chiapas, como también Danielle Mitterand, y vio en el encapuchado no sólo a un noble guerrillero, sino también a uno de las más grandes escritores latinoamericanos.
Nada que hacer: los mitos tienen vida propia. Nunca se someten al escrutinio de la realidad. Colón vio sirenas en el Caribe y estaba seguro de haber descubierto el paraíso en la desembocadura del Orinoco, un lugar aún hoy más bien malsano, sofocante, húmedo y lleno de mosquitos. Desde entonces, las mentiras cruzan el mar volando con toda impunidad de un continente a otro, y siempre hay ilusos dispuestos a creerlas. Por obra de ellas, hasta los etarras son vistos a veces en Caracas como nobles mosqueteros. La única diferencia es que en vez de espadas cargan bombas y las accionan a prudente distancia, cuando no optan por el tiro en la nuca.
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