Ya importa poco si Javier Bardem tiene o no el Oscar. El triunfo ha traspasado las fronteras del éxito y se ha convertido en un sello de identidad, como nuestras denominaciones de origen. Es tinto de Rioja, queso manchego o un jamón pata negra. Tampoco importa mucho si Reinaldo Arenas le ha santificado en Hollywood, o si Schnabel le ha convertido en un mito internacional. Lo que más debe llenarnos de orgullo es que Bardem se llama Javier, es español y sobre todo, es nuestro.
Si en los 50 fue Sarita Montiel la que cautivó a los magnates de la industria cinematográfica norteamericana, en los 90 Almodóvar y Banderas, ahora le toca a Bardem ejercer el hechizo y me temo que éste (ese embrujo con el que el monstruo enamora) durará eternamente. No sabemos si habrá un español con más gancho que el niño bonito de Pilar Bardem, pero sí que ni Penélope Cruz (la vista quien la vista) ni Almodóvar (a pesar de su inmenso cine) ni por supuesto Banderas (aunque se case con la Primera Dama de los EEUU) llenarán los sueños del vasto mundo con el embrujo que Bardem ha cuajado en nuestras mentes.
A la entrada de la gala de los Oscar estuvo amable, cariñoso, divertido, fuera de todo estereotipo. Sólo hay una forma de calificar al actor y al hombre: ENORME.

Bardem, pata negra
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