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Alemania, fin de la ambigüedad

El ciudadano medio alemán no ha digerido todavía la noticia de que gran parte de la planificación de los atentados contra Estados Unidos tuvo lugar en su país. Cuesta creerlo porque, a excepción de la autodisuelta organización terrorista Fracción del Ejército Rojo (RAF), que actuó en los setenta y ochenta en Alemania, el terrorismo se situaba lejos, más allá de las propias fronteras, y también porque la gran amenaza contra la seguridad interna alemana se asocia con la violencia neonazi y no con el fundamentalismo islámico. De los 81 millones de habitantes que pueblan Alemania, 8 millones son extranjeros, más de un tercio de ellos musulmanes.

Se sabe que el Servicio germano de Contraespionaje mantiene bajo vigilancia a unos 1.500 fundamentalistas, pero hasta ahora se creía que Alemania servía de plataforma logística para recaudar fondos y organizar la lucha en sus países de origen, pero no de tapadera para planear golpes terroristas contra símbolos del capitalismo occidental. Además, hay indicios de que podría haber habido contactos entre las fuerzas de seguridad alemanas y representaciones islámicas, al menos hasta el pasado 11 septiembre. Siguiendo la línea zigzagueante de su ambigüedad, el Gobierno alemán culebreó en su postura hacia Irán, como demostró en el proceso de 1997 por el atentado contra cuatro opositores del régimen iraní, el caso “Mykonos”. Un tribunal alemán declaró instigador del crimen al Gobierno de Teherán, un fallo que congelaría sus relaciones. Pero cuando simpatizantes del régimen persa persiguieron en Alemania a los miembros de la milicia propalestina Hizbollah, apoyada por el gobierno iraní, las autoridades germanas no intervinieron.

Otro caso es el de Abdullah Ocalan, líder del Partido Kurdo de los Trabajadores (PKK) que fue prohibido en 1993. Cinco años más tarde, Alemania se opuso a que Öcalan fuera extraditado de Roma, a pesar de haber sido detenido por iniciativa germana. Cuando más tarde fue capturado por los servicios secretos turcos y condenado a muerte, la diplomacia alemana desplegó todos sus medios para evitar su ejecución, y lo logró.

La inoperancia de la política alemana era deliberada para poder jugar a dos bandas. El ataque contra los Estados Unidos acaba con ella y la coloca en una situación difícil. Si por una parte asegura un apoyo incondicional, incluso militar, a sus amigos y aliados norteamericanos, el gobierno sabe también que la idea de entrar en guerra no entusiasma a los votantes.

Pero Alemania ya no puede consentir que en su país se fragüen células terroristas y procede a reorganizar su seguridad interior. También la cooperación internacional. El ataque contra Nueva York ha puesto de manifiesto que para combatir el terrorismo se requieren nuevas estrategias que trascienden las propias fronteras.

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