Las exposiciones de motivos de las leyes son el lugar pertinente para que el legislador justifique la necesidad de las regulaciones, la bondad de las medidas a aplicar, y las circunstancias que le impulsan a revisar la anterior legislación. En definitiva, para aprobar una ley en un estado democrático y de derecho, es preciso —o al menos debería serlo— justificar las medidas y regulaciones que la nueva ley vaya a poner en vigor. Y la única justificación razonable —dentro de un estado no totalitario— para imponer leyes es la mejor salvaguarda de las libertades, de la vida, de la propiedad o del interés general rectamente entendido.
Sin embargo, nada de esto hay en la exposición de motivos de la nueva Ley de Tráfico. El endurecimiento de las sanciones por exceso de velocidad, la prohibición de utilizar el teléfono móvil (ni siquiera se permite su uso con auricular) y las emisoras de radio mientras se conduce, la posibilidad de inmovilizar preventivamente un vehículo por supuestas alteraciones técnicas, el exceso de pasajeros, etc, ni siquiera tienen el apoyo o la justificación de un incremento en el número total de accidentes de tráfico atribuibles a estas causas. La ley no cita ni una sola cifra de accidentes causados por el uso del teléfono móvil o de la emisora de radio que muchos profesionales del volante emplean a diario en su trabajo.
En cuanto a los arcaicos límites de velocidad (la seguridad y calidad de los vehículos, así como la pericia de los conductores, es muy superior a la de hace 30 años), el ejemplo clásico de Alemania, y las mediciones del Ministerio de Fomento (un 80% de los vehículos circulan por autopistas y autovías a más de 130 km/h) ponen de manifiesto que sobrepasar los 120 km/h no es una causa determinante de los accidentes en carretera, sobre todo si se tiene en cuenta la acusada tendencia de las autoridades a culpar sistemáticamente al exceso de velocidad de cualquier accidente que se produce y a silenciar la deficientes condiciones de la calzada (en más de un caso, por motivos “ecológicos”) y de la señalización de muchos puntos negros de nuestras carreteras.
La actitud del Gobierno al aprobar esta ley, endureciendo las sanciones pecuniarias y extendiendo los supuestos de retirada de carné, sólo puede entenderse en función de la voracidad recaudatoria del Estado, que el pasado año ingresó casi cuarenta mil millones de pesetas por este concepto.
Pero quizá la nota más desagradable de la nueva ley es la pretensión pedagógico-moral, de las “medidas reeducadoras en línea con las modernas corrientes de reinserción social” —tal y como expresa la ley—, un planteamiento propio de los estados totalitarios. Nuestros gobernantes se han acostumbrado a tratar a los automovilistas como delincuentes en potencia —a los que es preciso vigilar muy de cerca para que no cometan desmanes—, y a ordeñar sus carteras discrecionalmente. Pero no les basta con proscribirlos y abrasarlos a impuestos (matriculación, IVA, carburantes, etc.) y multas. Quieren, además, reeducarlos en la observancia de unas reglas que no se deducen de los hechos ni de la recta razón —y que han demostrado su ineficacia a lo largo del tiempo— ocultando al tiempo su responsabilidad por la calidad de la red viaria (el porcentaje de accidentes en autopistas de peaje es sensiblemente inferior al de las autovías).
Para ello, “perdonan” graciosamente el sablazo de la multa a quienes quieran asistir en directo a un reality show propio de La naranja mecánica (visitas a las víctimas de los accidentes en los hospitales, o quizá sesiones intensivas de anuncios tremendistas de la DGT), y remuneran con un descuento del 30% a quienes quieran renunciar a sus derechos de defensa pagando la sanción en el acto al agente que la imponga. Es más, ni siquiera será necesaria la notificación directa al infractor “para no poner en peligro el tráfico”, a lo que hay que añadir la ampliación de los plazos de prescripción de las infracciones --un automovilista puede encontrarse con que la DGT le exija, por ejemplo, 600 euros (100.000 ptas.) por una infracción cometida hace dos años y de la que él no tenía ni noticia.
Hay pocas dudas de que el prioridad de la Administración no es tanto salvar vidas sino, con el pretexto de “reeducar”, recaudar más; pues, de lo contrario, se dedicarían muchos más recursos a la mejora de nuestra red viaria y a la educación vial de nuestros jóvenes.
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