Recibo muchas indicaciones sobre los atracos a la ortografía (la forma correcta de hablar) que perpetran las personas que hablan en público. Gregorio Salvador ha señalado que uno de los rasgos del idioma español es que existe poca distancia entre la lengua hablada y la escrita. De todas formas, con el tiempo y la general invasión de los medios audiovisuales, esa distancia se va agrandando. Los mismos que cuidarían la ortografía en los escritos se relajan a la hora de hablar. Ante un micrófono son muchos los vicios que conviene fustigar.
No me refiero a las peculiaridades regionales en la forma de pronunciar (el acento, la entonación), plenamente legítimas. Tampoco hay que censurar ciertas opciones regionales a la hora de construir frases, por ejemplo el leísmo. Un castellano viejo dirá, por ejemplo, refiriéndose al libro que ha prestado: “devuélvemele”. Tiene cierta gracia. En cambio no tiene justificación una moda de pronunciar que es muy común en los hombres públicos cuando utilizan el micrófono. Consiste en acentuar ostensiblemente las partículas monosílabas. Ejemplos: deé (preposición), queé (relativo), laá (artículo), entre otras. Son enlaces átonos que, al recibir el acento, hacen chirriar el discurso. Naturalmente, se trata de una técnica para alargar la duración de la frase y poder así pensar. Algunos hombres públicos necesitan especialmente ese alargamiento; ignoro por qué. Estén atentos a la radio y podrán determinar quiénes son y por qué se entretienen de esa forma.

El lenguaje hablado

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