La Política Agraria Común europea fue uno de esos precios indeseables que Alemania, en su calidad de vencida en la II Guerra Mundial, tuvo que pagar principalmente a Francia y Holanda para poder introducir sin trabas arancelarias sus productos industriales en los mercados de Europa Occidental. Se trataba de una reedición del comercio bilateral de los años 30, aunque en condiciones desventajosas para Alemania: a cambio de obtener la libre circulación de sus productos industriales los más competitivos del mundo por entonces, debía comprar a franceses y holandeses, a precios superiores a los que marcaban los mercados internacionales, su producción agropecuaria.
Más de cuarenta años después de la firma del Tratado de Roma, el FEOGA, la expresión práctica de la PAC, absorbe cerca del 50% del presupuesto comunitario. Los beneficiarios se fueron multiplicando al calor de los altos precios de garantía que las autoridades comunitarias fijaban para mantener la renta y el nivel de vida de los agricultores europeos, con la peregrina excusa de la conservación de la vida rural y de la autarquía alimentaria, que ocultaba la presión que los agricultores franceses ejercían sobre su gobierno y sobre las autoridades europeas. Océanos de leche, lagos de mantequilla y montañas de cereales fueron el resultado lógico de la combinación de las más modernas técnicas agropecuarias con los altos precios fijados artificialmente por el FEOGA, cuyo presupuesto salía en su mayor parte de los bolsillos de los alemanes, y después, durante casi una década, de los de los ingleses.
Éstos últimos, con Margaret Thatcher a la cabeza, se negaron con muy buen criterio a seguir sufragando el bienestar de los agricultores continentales, principalmente franceses. Los alemanes también mostraron sus quejas aunque su posición política distaba mucho de ser tan sólida y autónoma como lo era la británica. Por tal motivo, se hizo necesario imponer rígidas y arbitrarias cuotas a la producción agropecuaria europea, cuya negociación, llena de fricciones véase el caso de España sin ir más lejos, y la fuerte oposición que encontró por parte de Francia a su ingreso en la CEE ha paralizado y envenenado durante mucho tiempo el avance de la Unión.
Lo que, en principio, no fue más que una concesión políticamente necesaria para impulsar el entendimiento político y el desarrollo económico en Europa, hoy se ha convertido en uno de los obstáculos más serios al progreso de la Unión, sobre todo en lo que concierne a su ampliación hacia los países de Europa oriental, futuros beneficiarios de subvenciones, de ayudas al desarrollo y como no de las cuotas y precios de garantía que fija el FEOGA. Es comprensible que Alemania que hoy atraviesa una situación financiera delicada, principalmente por los costes derivados de la recuperación de su mitad oriental y también, no hay que olvidarlo, por los errores de Schöeder en política económica no quiera seguir siendo el payaso de las bofetadas y quien pague la cuenta del despilfarro de recursos que supone la PAC, que, con la inclusión de los nuevos candidatos al ingreso en la UE, promete una edición corregida y aumentada imposible de asumir en el futuro. En Sevilla, no es casualidad que el canciller alemán estuviera más pendiente del fútbol que de las reuniones del Consejo, Schroeder ha preferido dejar la patata caliente a su sucesor, posiblemente el conservador Stoiber.
Por otra parte, no hay que olvidar las consecuencias que tiene para los países en desarrollo la circunstancia de que una de las áreas más ricas del mundo, con un mercado de más de trescientos millones de habitantes, está, en la práctica, cerrado al comercio agropecuario internacional por obra y gracia de la PAC. Los millones de inmigrantes (legales e ilegales) que ha recibido Europa en los últimos años tienen con toda probabilidad bastante que ver con el proteccionismo europeo en materia alimentaria, que limita enormemente las posibilidades de desarrollo de sus países de origen, en su mayoría, productores de alimentos potencialmente muy eficaces.
Como ha quedado de manifiesto en la Cumbre de Sevilla, es de todo punto necesario poner fin a la inmigración ilegal responsable de una gran parte de los delitos que se cometen en Europa y al tráfico de personas. Pero el mejor modo de hacerlo no es manteniendo barreras al comercio con los países del llamado Tercer Mundo para, después, sacar pecho humanitario en forma de ayudas al desarrollo Europa es el área económica del mundo que más dinero dedica a estos fines, que han mostrado su ineficacia a lo largo de muchas décadas, pero que parecen tranquilizar las conciencias de los líderes europeos y del ciudadano medio, al tiempo que les evitan afrontar el verdadero problema: la liquidación definitiva de la PAC, en beneficio del consumidor europeo, y la apertura de los mercados, en beneficio de los países en desarrollo. Personajes como José Bové arquetipo del agricultor europeo, violentamente refractario a cualquier medida que pudiera comprometer su “derecho” a seguir viviendo sobre las espaldas de sus conciudadanos europeos y a costa del desarrollo del Tercer Mundo no deberían impedir la ampliación y el progreso de Europa, así como tampoco el de los países en desarrollo, cuya clave, necesariamente, está en más y no menos globalización.

El obstáculo de la PAC

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