Cada atentado que perpetra ETA, y que después Batasuna justifica en público y aplaude en privado, es una razón más –por si no hubiera ya suficientes– para poner al brazo político de los terroristas al margen de la ley. Para quienes fuera del nacionalismo vasco aún dudan de lo justo y legítimo de la ilegalización de Batasuna, el coche bomba de Santa Pola –que ha segado la vida de un hombre de 57 años y una niña de 6, además de provocar 40 heridos– sirve de macabro recordatorio de las ya olvidadas masacres de Hipercor y de Vallecas, de cuyas víctimas –como es habitual– el cinismo proetarra, en sintonía con las tesis de sus “hermanos mayores”, responsabiliza al Gobierno por su “intransigencia”.
La miseria moral de los líderes del PNV y de EA, para quienes la secesión y posterior creación de un estado de corte totalitario está por encima de la defensa de la vida y la libertad de todos los vascos, no queda atenuada un ápice por las frías y retóricas condenas que suelen proferir tras un atentado, probablemente con el único objeto de conservar la “denominación de origen” democrática. A estas alturas, sólo los más ingenuos y benévolos –o aquellos que compiten con los nacionalistas en bajeza moral– son capaces de creer en la buena voluntad del PNV para acabar con ETA o de considerar al partido de Arzalluz la clave de la solución del “conflicto”. Máxime cuando la reacción de los nacionalistas vascos después del cobarde y vil asesinato de Miguel Ángel Blanco fue asociarse en Estella con sus verdugos para unir fuerzas en un momento en que la ola de cólera e indignación que recorrió España les puso contra las cuerdas.
Para justificar de cara a la galería el acercamiento a las tesis de ETA-Batasuna, que ha permitido aprobar el órdago nacionalista a la Constitución y el estado de derecho que planteó el tripartito –con ultimátum incluido–, los nacionalistas habían ido propalando en los últimos meses la patraña de una “tregua tácita de ETA” que justificaría ese acercamiento en pro del objetivo común: la secesión. Sin embargo, el sábado, un día antes del brutal atentado de Santa Pola, Otegi ya advertía al PNV de que el documento del tripartito –aprobado gracias a la abstención de Batasuna– incluía la creación de un marco jurídico y político vasco al margen del común a todos los españoles y acusaba al PNV de derivar de nuevo hacia posturas “autonomistas”. Y las palabras de Otegi, casi indefectiblemente, vienen rubricadas por alguna salvajada etarra, como la del domingo en Santa Pola, destinada a golpear una de las principales industrias de España –el turismo, objetivo clásico de ETA–, a perturbar el merecido y necesario sosiego vacacional de los españoles, que ni siquiera en la playa pueden olvidarse por unos días del irracional furor asesino de los etarras, y a dejar bien claro quien “manda” en el proceso de “autodeterminación” vasco.
Habida cuenta de esto, sólo hay dos formas de entender la cobertura que el PNV y EA –lo que atrae a IU es el modelo totalitario castrista que preconiza Batasuna y que goza de las simpatías de Ibarretxe– prestan al eufemísticamente llamado “mundo radical”: la inverosímil ingenuidad nacionalista –absolutamente descartable después de Estella y de la ruptura de la tregua-trampa– de pretender atraer a los “radicales” hacia la esfera democrática, o bien la coincidencia en el fin –la secesión– sin reparar en los medios para después monopolizar los resultados, lo que colocaría a PNV y EA en el mismo plano de abyección moral que ETA-Batasuna.
El PNV ha dado pruebas más que suficientes de que se abona a la segunda alternativa, sobre todo cuando se tiene en cuenta la “fatwa” contra el párroco de Maruri y el exilio forzado de Llera en EEUU, por el “chollo” que, según Arzalluz, le han ofrecido al otro lado del Atlántico.

Cómplices y asesinos sin tregua

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