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Subdesarrollo sostenido

En Johannesburgo, Sudáfrica, a 13 mil kilómetros de donde escribo esta columna, están reunidos unos 60 mil delegados en la Cumbre del Desarrollo Sustentable, incluyendo más de cien jefes de estado, docenas de miles de burócratas de cada rincón del mundo y una cantidad sin precedente de activistas empeñados en imponernos sus utópicas ideas por la fuerza y a cualquier costo, desplegando su fervor ambientalista con verdadero fanatismo religioso.

Si usted cree que se está perdiendo un evento histórico, piense la tortura que debe ser tener que escuchar los discursos de 106 jefes de estado. Y cada presidente hablará en su idioma, lo cual implica traducción simultánea al inglés, francés, español, ruso y chino, para luego ser el discurso publicado en su idioma original y en esos cinco idiomas adicionales. No sé cuántos van a leer el discurso del jefe del gobierno de Andorra (quien seguramente hablará en catalán) ni el del presidente de Zimbabwe ni de los demás entre la A y la Z, aunque seguramente los activistas presentes no objetarán la tala de árboles para producir ese descomunal desperdicio de papel.

Pero no todas son malas noticias. Reuters reportó una manifestación de varios cientos de personas pobres y de vendedores ambulantes de los barrios de Johannesburgo exigiendo mayor libertad de comercio. Otros gritaban, “queremos libertad para sembrar lo que queramos, con la tecnología que queramos y sin las distorsiones de aranceles ni subsidios”. Qué maravilla, esos parecen haber leído a Milton Friedman y a P. T. Bauer en lugar de los libracos de los “desarrollistas” del Banco Mundial y la Cepal.

Pero seguramente los delegados están concentrados en asuntos más importantes. Por ejemplo, el diario inglés Sun reportó sobre las langostas, caviar, ostras y coñac que devora la delegación británica en la “cumbre del Hambre”.

Los burócratas multilaterales tienen la esperanza que de esta Cumbre surja un nuevo y poderoso organismo, algo así como la Organización Mundial Ambiental para competir con la Organización Mundial del Comercio, con su sede palaciega junto a algún lago suizo, empleando miles de expertos y otros tantos asesores con las peores intenciones de imponernos su visión de lo que al mundo le conviene. Los europeos son los más interesados y quienes mayor experiencia tienen en sustituir el imperio de la ley y la separación de los poderes públicos por una regimentación centralizada, bajo burócratas designados de por vida y a dedo, es decir, no electos por nadie. Ese sería un paso de avance (o de retroceso, según usted vea las cosas) hacia el gobierno mundial. ¡Qué horror! Gracias, George W. Bush, por quedarse en Crawford, Texas.

El programa ambiental de las Naciones Unidas acaba de publicar un informe titulado “Retrospectiva de 30 Años del Medio Ambiente en América del Norte” donde lejos de reconocer los avances logrados por Estados Unidos critica duramente el aumento del consumo y el crecimiento de la población. Se acusa a los americanos de manejar automóviles grandes y de vivir cómodamente en los suburbios. Y el peor de los crímenes es tener 5% de la población del mundo mientras consume una cuarta parte de la energía. Es decir, el problema es el bienestar y alto nivel de vida que disfrutan los habitantes de este país.

Para la ONU es irresponsable el crecimiento del PIB per capita de Estados Unidos, el cual se dobló entre 1950 y 2000, y que los americanos conduzcan el doble de la distancia hoy de la que recorrían en sus autos en 1970.

La realidad es que los burócratas reunidos en Johannesburgo no quieren darse cuenta que son sus propias políticas intervencionistas las que promueven el subdesarrollo sostenido que sufre el tercer mundo. El remedio no son nuevas y poderosas organizaciones multilaterales para planificar y controlar la acción humana. El antídoto al subdesarrollo es más bien la libertad individual, la igualdad ante la ley, el respeto a la propiedad privada y a los contratos, gobiernos limitados y transparentes, bajos impuestos que permitan el ahorro, la inversión y la creación de empleos productivos –no de burocracias ociosas– y la eliminación de todas las trabas al comercio internacional para que los más pobres no tengan que seguir pagando los precios más altos por lo que consumen.

Carlos Ball es director de la agencia AIPE y académico asociado del Cato Institute.

© AIPE

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