A las 8,45 hora local (14,45 hora española), un Boeing 767 de American Airlines, que cubría el trayecto de Boston-Los Ángeles, se estrella contra la Torre Norte del World Trade Center. El impacto es captado por un videoaficionado. El avión entra a la altura del piso 80 como un cuchillo en una torre de mantequilla y sus depósitos llenos de queroseno estallan con una intensa llamarada de cristales rotos. Dentro de él viajan 81 pasajeros y 11 tripulantes. Todos mueren en la tremenda colisión. Las televisiones empiezan a retransmitir en directo. La razonable duda de estar ante un terrible accidente se disipa cuando dieciocho minutos después, ante la mirada atónita de los espectadores de medio mundo, un Boeing 757, de la United Airlines, que ha despegado con 56 pasajeros y 7 tripulantes desde el aeropuerto Dulles, en Washington DC, con dirección prevista a Los Ángeles, se estrella a enorme velocidad contra el piso 40 de la Torre Sur. Ya no cabe duda: se trata de un ataque terrorista programado. De inmediato, las autoridades municipales cierran los aeropuertos del área metropolitana de Nueva York, las vías de acceso a Manhattan, los túneles, los puentes y el metro. Minutos después la autoridad federal suspende todos los vuelos del país y ordena desviar a los que desde otras naciones se dirigen a los Estados Unidos. Es la primera vez en la historia moderna que se llevaba a efecto el cierre del espacio aéreo estadounidense.
Ambos aviones habían sido secuestrados por grupos de cinco terroristas. Utilizan para ello sencillas armas blancas, cutter y cuchillos, introducidos en el avión. Se hacen con los mandos y varían su ruta. Son de una especie casi desconocida: pilotos suicidas. Para tener acceso a la cabina, juegan con el instinto de supervivencia de los pasajeros. Uno de los suicidas incluso pide “calma y nadie será herido”. En uno de los aviones los terroristas vencen la resistencia del piloto a abrir la cabina haciendo una reclamación a su humanidad: asesinan a azafatas, el personal cuya muerte más impresión puede causar a sus compañeros. Algunos pasajeros, conscientes de su inmediato final, descuelgan el teléfono móvil y llaman a sus seres queridos para transmitirles su testamento emocional. Unas pocas palabras, un sencillo “te quiero”. Lo mismo sucede en el interior de las Torres Gemelas entre los que se saben ya atrapados en los pisos superiores envueltos en llamas –Carmen Mejía, una hondureña madre de cuatro hijos recibe hasta tres llamadas de su marido, ¡es difícil despedirse!. Quienes ven alguna esperanza corren escaleras abajo a la búsqueda de la salida salvadora. En las ventanas de los pisos más altos, muchas personas cercadas por el fuego se asoman a las ventanas y agitan prendas para pedir auxilio. Es un día de suicidios. Un pequeño Armageddon. Hay una lluvia de cuerpos lanzados al vacío, rebotando en el edificio.
Las imágenes parecen salidas de una novela o de una película de ciencia ficción. Escenifican guiones bien conocidos. ¿Por qué esa obsesión previa, esa especie de instinto suicida, esa sensación de peligro en el corazón de Nueva York, como el terrorismo nuclear que aparece en “El pacificador”? Una especie de exorcismo previo, un juego autodestructivo del subconsciente colectivo, pero aquí no se trata de efectos especiales La realidad supera la ficción, o cuando menos la iguala. No se ha analizado si el terrorismo encontró demasiados datos válidos en los guiones de Hollywood.
Son las 9,45 cuando el vuelo 77 de American Airlines, con origen en el aeropuerto de Dulles y destino Los Ángeles, inicia un picado suicida, con sus 58 pasajeros y 6 tripulantes, contra el Pentágono. El impacto causa profundos daños estructurales en un área importante del edificio, la destrucción de parte de la zona occidental, y la muerte más de doscientas personas. Los servicios de rescate en Nueva York y en Washington se movilizan desorientados.
Las dimensiones del ataque, con objetivos desconocidos, adquieren trazos de un auténtico golpe de Estado que pretendiera desactivar todos los centros de poder para dejar inerme y sin dirección a la nación más poderosa del mundo. Además, se extiende el rumor de explosiones entorno al Capitolio y de que hay más aviones en poder de los terroristas. Son las 9,45 cuando se comienza a evacuar la Casa Blanca, el más probable siguiente objetivo. En el aire, otro avión secuestrado viaja con destino desconocido. El presidente, George W. Bush, tras un breve mensaje a la nación, casi para mostrar que la presidencia está intacta, sale de Florida en el avión presidencial escoltado por cazas. Deambula por el aire escoltado por cazas para protegerle de avatares como los que imaginó la película “Air Force One”.
A las 10,05, la tragedia alcanza las dimensiones apocalípticas de “Independence Day”. La Torre Sur del World Trade Center cae con estrépito. Los cables de acero que sostienen el peso de toda la estructura, dañados por el choque y dilatados por la altísima temperatura alcanzada en su interior tras el incendio, ceden y toda la estructura implosiona como un castillo de naipes.
Veinte minutos después, tiene el mismo final su gemela, la Torre Norte. Nubes de polvo cubren a los anonadados supervivientes. Los ejecutivos parecen salidos de un campo de exterminio. Las dos orgullosas torres, símbolo del capitalismo.
A las 10,48, el gobierno anuncia que un cuarto avión se ha estrellado en las afueras de Pittsburg, Pensylvania. Su objetivo previsible era la Casa Blanca.
Si, por un momento, nos hurtamos a la terrible impresión del momento, a su trágica cinematografía, el guión es de una sencillez espeluznante. Nada de ataques nucleares, ni de grandes ejércitos. Se trata de inmigrantes saudíes –14 de los 19 terroristas–, acogidos a la hospitalidad de Occidente –desde Hamburgo a Miami–, que se forman en academias de vuelo norteamericanas, con armas sencillas, que convierten los aviones con su combustible en instrumento de destrucción. No hay planes de huida, ni fuerte financiación, ni complejas infraestructuras, porque los terroristas son suicidas. Utilizan la tolerancia, los beneficios del sistema de Occidente, para su destrucción. ¿Puede hablarse de una trágica chapuza? Creo que sí. Sólo el hecho de que fallaran los sistemas de seguridad norteamericanos, con su fuerte gasto de presupuesto público, viene ocultando esa realidad.
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