Desde sus comienzos, allá por el siglo VI antes de Cristo, la civilización occidental se ha tenido que enfrentar a numerosos peligros y amenazas que han tenido siempre un denominador común: la negación de la autonomía del individuo respecto del poder político basada en el imperio de la ley, y lo que de ello se deriva: la libertad y el progreso, tanto material como espiritual. En la medida en que nuestros antepasados defendieron la civilización con convicción y tenacidad siempre triunfaron de sus enemigos. Los antiguos griegos tuvieron que hacer frente a la invasión del despotismo oriental en las Guerras Médicas. Los romanos defendieron eficazmente la civilización latina de los bárbaros del norte durante varios siglos hasta que también en Roma se impusieron los decadentes esquemas del despotismo oriental. España libró a Europa en Lepanto de la marea turca, que amenazaba con aniquilar por segunda vez la civilización occidental. Y gracias a la firmeza de británicos y norteamericanos, Occidente pudo vencer al nazismo y neutralizar al comunismo.
Acabada la Guerra Fría con la victoria del mundo libre, el principal peligro al que se enfrenta la civilización es el de la tiranía del miedo que sus enemigos intentan imponer a través del terrorismo. Los terroristas saben que no pueden destruirnos por la fuerza de las armas, por ello se afanan en que no podamos gozar en paz de nuestra libertad ni de nuestro progreso, en la esperanza de que, por imperativo del terror, se debilite nuestra voluntad de resistir y nuestra convicción en la justicia de nuestra causa. Y para ello, cuentan con una quinta columna y una plétora de tontos útiles que se ocupa activamente de transferir la culpabilidad de las masacres –no importa la magnitud ni la crueldad– precisamente a quienes las padecen.
Las organizaciones terroristas como Al Qaeda no son ejércitos regulares identificables que dependan directamente de gobiernos con los que se pueda negociar, sino ONG del asesinato. Sin embargo, tiranías agresivas como las de Corea del Norte, Irán, Irak, Cuba, Libia y, hasta hace poco, Afganistán, las financian, arman, cobijan y entrenan en su territorio. Por ello, y habida cuenta de que no se puede disuadir directamente a los terroristas, está plenamente justificado presionar y, si es preciso, emplear la fuerza militar contra esas tiranías y destruirlas cuando existan pruebas o indicios claros de su implicación en actividades terroristas, tal y como se hizo recientemente con los talibanes en Afganistán.
Los inspectores de Naciones Unidas han reunido indicios suficientes de que Sadam Hussein, aun a pesar de las prohibiciones a raíz de la Guerra del Golfo, ha continuado dotándose de armas químicas y bacteriológicas. Además, podría fabricar en breve armas nucleares si recibe ayuda exterior (por ejemplo, de Corea del Norte, otro integrante del “Eje del Mal”). Ha declarado en reiteradas ocasiones su intención de destruir el estado de Israel y ha mantenido estrechas relaciones –entre otros muchos– con uno de los terroristas palestinos más sanguinarios, Abu Nidal, quien apareció hace pocos días muerto en su lujoso apartamento de Bagdad. Además, hay quienes aseguran que Sadam se reunió con Ben Laden en 1996, que habría recibido dinero del dictador iraquí para sus actividades.
Sin embargo, la Europa continental, que durante más de cincuenta años se ha despreocupado de su propia defensa ante la amenaza comunista gracias al paraguas nuclear norteamericano, ha perdido conciencia de la necesidad de defender –si es preciso, por la fuerza de las armas– la civilización de sus enemigos; y ha desarrollando un pacifismo diletante y a veces mezquino que todo lo confía al diálogo y a la persuasión diplomática, cuyas nefastas consecuencias pudieron comprobarse en el reciente conflicto de Yugoslavia.
Sólo España, a través de José María Aznar –que ha tenido que desautorizar a la “europeizada” ministra de Exteriores– ha brindado un apoyo decidido y desinteresado a la iniciativa de Bush de continuar la guerra antiterrorista en Irak, para la que el presidente norteamericano solicitará el jueves el apoyo de la Asamblea de las Naciones Unidas, donde no son mayoría, precisamente, los regímenes democráticos favorables a EEUU. Por ello, es probable que el apoyo de la ONU no sea gratuito –como tampoco lo fue con ocasión de la Guerra del Golfo– y que algún país europeo obtenga algún provecho para sus intereses. Son las miserias que lleva aparejadas la defensa del bien común, y España –por razones evidentes, puesto que está en primera línea del fuego terrorista– no debería poner precio a su colaboración. Sin embargo, no estaría de más asegurarnos de que la ayuda de nuestro aliado sea igualmente desinteresada cuando toque frenar las ambiciones imperialistas de Ceuta y Melilla de nuestro “vecino” del sur, que sólo se diferencia del déspota iraquí en el grado, pero no en la esencia.

11-S: la guerra debe continuar

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