Por supuesto, la atrocidad cometida hace un año en esa misma fecha convirtió al 11 de septiembre en una efeméride internacional de la infamia. Ello no obsta a que, para muchos chilenos, "nuestro 11" siga siendo digno de celebración. En esta fecha de 1973 la nación fue salvada de un destino trágico, al que parecía fatalmente encaminada.
El chileno es, en general, desmemoriado, cambiante y malagradecido. Lo ha sido siempre. A Bernardo O'Higgins, hoy indiscutido Libertador de la Patria, le tributamos con justicia los más excelsos homenajes. Pero en su momento, en 1826, lo privamos de todos sus derechos, incluso patrimoniales, a título de que había cometido delitos y abusado del poder. Murió desterrado en Lima, empobrecido y solitario, en octubre de 1842, al día siguiente de que los chilenos –¡magnánimos!– le hubiéramos por fin reconocido el derecho a volver al suelo que había liberado y regado con su sangre.
Aquel rasgo vergonzoso de nuestra idiosincrasia permite que hoy el único sobreviviente de la Junta Militar que liberó a Chile en 1973 del yugo totalitario inminente y de la guerra civil haya sido despojado de la dignidad senatorial que le corresponde y sometido a un proceso judicial espurio e infundado como pocos, que en cualquier Estado de Derecho habría sido motivo de escándalo.
El desagradecimiento nos alcanza a todos. Hace pocos años me presentaron a un científico ruso, quien me pidió le explicara el 11 de septiembre y el gobierno militar. A la altura en que yo hacía hincapié, tal vez con tono de excusa plañidera, en las dos mil y tantas víctimas de la revolución libertadora, el ruso se indignó:
¿Y qué pretendía usted? ¿Que derrotaran a un ejército comunista de más de diez mil hombres y no hubiera víctimas? Le aseguro que también murieron soldados...
Bueno, murieron 82 sólo en las semanas siguientes al 11...
Bien, yo que he vivido la tragedia de un gobierno comunista, le digo que dos mil muertos es nada frente a haberse librado de esa catástrofe –dijo indignado.
Fue una lección para mí. Pues, como todo chileno de hoy, tengo el cerebro bastante lavado. Eso sí, menos que el resto. Porque me doy cuenta, por ejemplo, de que aquí a unos muertos los mataron los militares, pero a los otros, parece que nadie. Cayeron víctimas de "la violencia política", como dijo el Informe Rettig. Es decir, los hechores podrían ser hasta democratacristianos o nacionales. Claro, se trataba de librar de responsabilidad a los verdaderos culpables de la lucha armada en Chile: socialistas, comunistas, mapucistas e izquierdistas cristianos. Todos ellos tenían grupos armados, como lo reconoció expresamente Carlos Altamirano a la periodista Patricia Politzer. Fueron los grandes responsables, los que abrieron fuego y declararon la guerra. Y hoy, ¿dónde están? Acusando a los militares que, justamente, y a pedido expreso de los políticos demócratas, evitaron la guerra civil y la dictadura totalitaria sin fin.
Hoy corresponde agradecer a la Junta que liberó al país y puso término a un gobierno que, según dejó constancia la Cámara de Diputados en su acuerdo de 23 de agosto de 1973, despojó de sus atribuciones al Congreso, desconoció fallos de los Tribunales, violó las leyes y los dictámenes de la Contraloría, atentó contra la libertad de expresión, violó la autonomía universitaria, reprimió el derecho de reunión, conculcó la libertad de enseñanza, practicó detenciones ilegales de opositores, los sometió a flagelaciones y torturas, reprimió ilegalmente a los trabajadores, restringió la libertad para salir del país y amparó a grupos armados ilegales.
No es poco servicio a la Patria el haberla librado de todo eso y del viaje sin retorno que venía después. Nuestro 11 permanecerá, porque nunca ningún chileno con el corazón bien puesto podrá dejar de conmemorarlo.
Hermógenes Pérez de Arce es analista político chileno.
© AIPE
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