No es preciso insistir en que el Gobierno no es el culpable de la tragedia del Prestige. A estas alturas, debería estar claro que los últimos responsables son Mijail Fridman, el magnate ruso mafioso, y Gibraltar, destino de la mayoría de los fletes de Fridman y lavadero de un dinero tan negro y de tan dudosa reputación como el fuel del Prestige, pues no en vano la Roca es el quinto “inversor” extranjero en Rusia. Tampoco sería justo culpar al Ejecutivo de Aznar en exclusiva de la decisión –hoy, a todas luces errónea– de llevar el barco hacia alta mar, pues el Gobierno la tomó después de consultar a varios expertos.
Sin embargo, sí se puede acusar con toda justicia al Gobierno de minimizar irresponsablemente las consecuencias del naufragio del Prestige. Un deseo de superar la crisis sin recibir las salpicaduras del chapapote impulsó al Ejecutivo a hacer creer que, con un poco de suerte, el viento y las mareas acabarían por alejar las primeras “remesas” de fuel oil procedentes del Prestige y que todo quedaría en unos pocos kilómetros de costa ligeramente ennegrecidos. Pero ni el viento ni las mareas quisieron colaborar con el Gobierno, y ese exceso de confianza inicial impidió movilizar desde el principio todos los recursos disponibles para minimizar en la medida de lo posible los efectos de la marea negra. Las quejas por la falta de medios han sido una constante desde que el fuel empezó a llegar a las costas, y sólo la tenacidad de los hombres del mar y de los voluntarios ha evitado que el desastre sea aún mayor de lo que es. La otra gran esperanza, que las 50.000 toneladas de fuel que todavía albergan los restos del Prestige a 3.800 metros de profundidad se solidificaran, también se ha desvanecido. Tanto en proa como en popa, sigue saliendo fuel y los expertos del Nautile ya han anunciado que no se solidificará y que tampoco se puede extraer. Mientras tanto, el fuel ya impregna la práctica totalidad de Galicia y numerosos puntos del Cantábrico en lo que, de lejos, es la mayor catástrofe medioambiental que ha sufrido España en su historia.
Sólo la extraordinaria gravedad de la catástrofe y la certeza de que, por el momento, todavía no ha acabado, han conseguido sacar de su torre de marfil al presidente del Gobierno, que compareció el lunes a las 21,30, justo después del Telediario e inmediatamente antes de Operación Triunfo. Aunque Aznar ya reconoce la tremenda magnitud de la catástrofe, todavía insiste en que la mejor solución fue alejar el petrolero de la costa, porque nadie hubiera aceptado que se acercara a puerto o a una ría. En un titánico esfuerzo de autocrítica y humildad, pudo reconocer que “es posible que nos hayamos equivocado en algo, pero lo hemos corregido”; “es posible que en alguna playa determinada hayan faltado medios” aunque, según él, al día siguiente ya estaban disponibles. El presidente también afirmó que las Fuerzas Armadas estuvieron desde el primer día de la catástrofe –olvidó mencionar que apenas fueron unos pocos centenares de efectivos– y que se incorporaron paulatinamente, según las necesidades, quejándose amargamente del oportunismo político de la Oposición y resaltando –el único gran mérito en la gestión de esta crisis– que los afectados, a diferencia del desastre del Mar Egeo, empezarán a cobrar sólo 25 días después.
Después de más de tres semanas de iniciada la crisis, y acuciado tanto por el clamor de la opinión pública como el de su propio partido, Aznar se ha avenido a comparecer –eso sí, ante la prensa que él controla directamente– y a mostrar el adarme de humildad y autocrítica que hoy por hoy le permite un ego hipertrofiado por el exceso de incienso y el “mal de altura”, el cual le impide dar un paso más y reconocer la necesidad de visitar Galicia, no para hacerse “la foto”, sino para dar ánimo y consuelo a los afectados y mostrar con un gesto positivo que reconoce sus errores. El “nunca más” que exigen los gallegos no se limita sólo a impedir –como afirmó el presidente– que chatarras llenas de petróleo como el Prestige puedan navegar en el futuro. También quiere decir que nunca más debe repetirse el rosario de errores, negligencias e imprevisiones de las que el Gobierno ha sido responsable, las cuales han magnificado un pequeño accidente hasta convertirlo en la mayor catástrofe medioambiental que ha padecido España.
La obsesión de Aznar por que el chapapote no malograra su imagen ni sus posibilidades para presidir Europa se han vuelto en su contra. La gestión de la crisis del Prestige no es, ciertamente, la mejor tarjeta de visita para ello.

Aznar: tarde y mal

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