La altivez y la creencia en la propia infalibilidad son quizá las secuelas más evidentes del ejercicio prolongado del poder. La naturaleza humana es en general muy sensible a la lisonja y la adulación, y el peso de la púrpura exacerba esa sensibilidad. Por ello, es frecuente encontrar a los gobernantes rodeados de una corte de aduladores que procuran apartar de su jefe cualquier cosa, hecho o verdad que le incomode, para favorecer sus propios intereses. Ni siquiera Alejandro Magno, educado por el propio Aristóteles, pudo sustraerse a los encantos de la adulación cuando conquistó el Imperio Persa; de tal modo que al cabo de tres años, cuando sus antiguos compañeros de armas fueron a visitarle en su trono, Alejandro se enfureció porque no se postraron a sus pies.
José María Aznar, consciente de la negativa influencia que el poder ejerce sobre la personalidad –tenía bien presente el ejemplo de Felipe González–, decidió no estar más de ocho años al frente del Gobierno y abandonar la jefatura del PP al término de la segunda legislatura. Hasta qué punto su decisión fue acertada lo demuestran los síntomas que Aznar ha venido presentando a lo largo del pasado año, especialmente después del verano.
La obstinada negativa del presidente del Gobierno a hablar de su sucesión, además de mostrar una voluntad de férreo control del partido que no se corresponde con su pregonada intención de abandonar la escena –la cual quiere seguir controlando a través de la presidencia de FAES–, ha provocado una innecesaria y dañina pugna entre los notables del PP por el favor del jefe, cuya primera víctima ha sido el ideario que el PP enarbolara en el ya lejano Congreso de Sevilla y cuya primera consecuencia es la falta de reflejos y de coordinación en las tareas de gobierno evitando toda polémica o todo lo que huela a problemas; algo que se ha podido comprobar en la crisis del Prestige, de cuyas salpicaduras –Aznar el primero– todos quisieron ponerse a cubierto dejando a otro el “honor” de dar la cara.
Ese abandono del ideario y del programa en aras de la constitución de un régimen que pueda heredar cómodamente el sucesor se escenificó en la boda de El Escorial –el desfile en aparente armonía de la vieja y nueva beautiful people que siempre apuesta a “caballo ganador” y que nada en absoluto tiene que ver con la base sociológica de la que proceden los votos del PP–, preludio de la rendición incondicional ante Polanco y los sindicatos; es decir, ante los poderes fácticos que Aznar juró combatir con todas sus energías.
El último síntoma degenerativo de Aznar en el poder ha sido convertirlo en un asunto familiar –exactamente igual que hizo Felipe González–, rescatando a Ruiz Gallardón de las tinieblas exteriores en que su ramalazo “progre” y su alianza con Polanco le habían colocado –hace apenas unos meses el futuro político de Gallardón en el PP era poco menos que inexistente– para el Ayuntamiento de Madrid, con el objeto de satisfacer las ambiciones políticas de su esposa, quien en su primera comparecencia como política hizo profesión de fe de los complejos de la derecha ante los “valores” de la izquierda.
No cabe duda de que la mejor forma de asegurarse la fidelidad, la solicitud y la constante atención adulatoria de unos herederos codiciosos es mantener el testamento en secreto hasta el final. Pero en tales circunstancias, no cabe esperar de ninguno de los herederos una sola crítica o gesto de afecto sinceros ni tampoco muestra de valentía alguna. Prueba de ello es que en los últimos tiempos, sólo Loyola de Palacio, sumida en los quehaceres europeos y ajena a los navajeos sucesorios, ha tenido el valor de criticar a Aznar en público y en su presencia precisamente por uno de sus mayores errores políticos: la gestión de la crisis del Prestige.
No cabe duda de que Aznar, aplicando el precepto de los filósofos clásicos –conócete a ti mismo– acertó imponiéndose a sí mismo la limitación temporal en el disfrute del poder. Desgraciadamente, en lo que no ha acertado es en la forma de llevarla a la práctica.

Aznar sigue sin hacer testamento

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