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Francia inició anteayer una nueva intervención militar en África, en esta ocasión para apoyar o por lo menos para no estorbar el golpe de estado del militarote de turno. Que sea la República Centroafricana el nuevo escenario de la "grandeur" chiraquiana o que sea Costa de Marfil donde veinte mil émulos de Astérix ejemplifiquen el pacifismo que Francia predica al resto de Occidente, le da igual a todo el mundo. En cambio, la guerra de Irak ya ha provocado una convulsión en la Unión Europea, ha dejado herida a la OTAN y hecha unos zorros a la ONU. ¿Es sólo porque sólo lo que hacen los USA interesa a las televisiones, es porque sólo se televisa lo que hacen los norteamericanos o es porque los políticos de todo el mundo sólo se sienten obligados a manifestarse a favor o en contra de la Casa Blanca, sea cual sea el inquilino? ¿Es que no hay película que la gente quiera ver y en la que quiera participar que no tenga el sello de Hollywood?

Pues no. Aparentemente, no. Sin caer en las obviedades de la escuela de los Lyotard, Bourdieu y compañía, empeñados en confundir la realidad y su espectáculo, es evidente que el espectáculo de la guerra sobrepasa en mucho lo que de acontecimiento único y dramático tiene siempre para los directamente implicados. Es también obvio que la dramatización pseudo-infomativa y la vertiginosa trivialización de los mensajes supuestamente humanitarios que acompañan a la retransmisión televisiva de los fastos bélicos hace difícil que nos tomemos en serio las noticias de la guerra, porque no es guerra lo que sólo aspira a ser noticia, sin conexión alguna con la realidad. Sin embargo, el mundo no es o no es sólo una película. Ni Hollywood ni la "excepción cultural" europea podrían lograr la expectación y la ansiedad que, racional e irracionalmente, conmueven hoy a todo el mundo. Mientras, fuera de la cámara, la guerra, muchas guerras, continúan en muchos lugares del mundo. Tal vez, pensémoslo así, el interés por la muerte en directo sea una forma de acordarse de los muertos cuya imagen desparecerá con ellos, sin testigos ni espectadores. En todo caso, la naturaleza humana ha cambiado menos en estos últimos siglos que la forma de explicárnosla. A lo mejor esa es la tarea de cada periodista en cada guerra: contar lo nuevo y recontar lo viejo, o sea, recordar lo de siempre. Lo que nunca puede olvidarse. Lo que la realidad no nos permite archivar.

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