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Otegi, portavoz de ETA

Como ha señalado el ministro de Interior, Ángel Acebes, Arnaldo Otegi ha confirmado su presente condición de etarra –no hay que olvidar que ya estuvo integrado en ETA en los ochenta, que fue encausado (y después absuelto) por el secuestro de Javier Rupérez y que fue condenado a seis años de cárcel en 1989 por colaborar con la banda en el secuestro de Luis Abaitúa– y, por tanto, lo acertado de la ilegalización de Batasuna, una mera pantalla política fundada y dirigida por la banda terrorista.

Esa tregua que ofrece el portavoz oficioso de ETA en correspondencia al plante “pacífico y democrático” al Estado promovido por Egibar, portavoz del PNV, y a la proposición de Rafael Larreina, portavoz de EA, de integrar a miembros de ETA-Batasuna en sus listas, obedece a la necesidad de la banda de tomarse un respiro para reorganizarse y rearmarse tras los demoledores golpes que en los últimos meses le han asestado las Fuerzas de Seguridad del Estado; especialmente el del pasado martes, que desmanteló su aparato de captación de terroristas justo en el momento en que, gracias a la eficacia policial, la banda sufre –afortunadamente– una abrumadora carencia de pistoleros entrenados.

La coincidencia de nacionalistas “democráticos” y “radicales” en los fines –la secesión–, en los medios –la anulación política de los constitucionalistas– y en gran parte de los métodos –tan sólo discrepan, en la medida que su envilecimiento moral se lo permite, en el recurso a la eliminación física de sus adversarios, propugnado por ETA-Batasuna–, deja siempre una puerta abierta al entendimiento entre “moderados” y “radicales”. Puerta que ya fue franqueada con el pacto de Estella, cuando el PNV decidió dar por terminada –poco después de la ola de indignación contra el nacionalismo que sacudió España a raíz del asesinato de Miguel Ángel Blanco– su estrategia de la secesión “a plazos” para unirse a la secesión “al contado”, propugnada desde siempre por ETA-Batasuna.

Sin embargo, la unidad de PP y PSOE contra el nacionalismo excluyente lograda en la primera época de Zapatero, cuando todavía Redondo Terreros lideraba el PSE, y su máxima expresión, el Pacto Antiterrorista, obligó al PNV a moderar su discurso, a aliarse con su escisión, EA, en las elecciones de mayo de 2001 y a prometer que su primera prioridad sería la lucha contra el terrorismo. Aunque la coalición nacionalista venció por un escaso margen, ello sirvió de excusa a González y Polanco para quitar de en medio a Redondo y socavar la unidad de los partidos constitucionalistas, con el objeto de recuperar la coalición de gobierno PNV-PSE –que tan bien serviría a los intereses de Polanco–, enterrar el Pacto Antiterrorista y dejar aislado al PP. Naturalmente, los nacionalistas se crecen cuando ven divididos a sus adversarios, y aprovechan para pisar el acelerador en su camino hacia la secesión con proyectos como el de Ibarretxe –donde la prioridad es la secesión, no la lucha contra el terrorismo–, “plantes” antidemocráticos como el que propone Egibar, abiertos desafíos a la Justicia como el del Parlamento vasco, que se resiste a disolver el grupo de los batasunos, o propuestas como la de Larreina de integrar etarras en las listas de EA para ponerlos a cubierto de la acción de la Justicia.

En sus cien años de historia, los nacionalistas no se han distinguido precisamente por su valentía y rectitud, y sólo han conseguido medrar cuando han cundido las divisiones políticas entre los principales partidos nacionales. No otra cosa ocurrió en la II República, cuando el País Vasco obtuvo su estatuto de autonomía días después del Alzamiento y Aguirre lo empleó para declarar la independencia de facto respecto de la República y hacer la guerra por su cuenta. Una vez acorralado, no tuvo empacho en pactar con Franco a espaldas de sus aliados y compañeros de armas con tal de obtener clemencia exclusivamente para el PNV.

Por ello, no cabe duda de que el mejor antídoto contra la insolencia de los nacionalistas es la unidad de los constitucionalistas, de donde debe emanar una visión compartida respecto de la cuestión nacional y del modelo de estado. Sin embargo, Zapatero sigue sin desautorizar las loas de Maragall y a Odón Elorza al proyecto de Ibarretxe y, por tanto, sigue sin definirse en torno a la cuestión nacional. Una indefinición favorecida por Polanco y González, que desean a toda costa, aun a despecho de los muertos, de los extorsionados, de los coaccionados, de los exiliados e incluso del hundimiento electoral del PSE, recuperar el entendimiento con el PNV.

Zapatero aún está a tiempo de demostrar que tiene visión de Estado y que es una alternativa plausible de gobierno. Pero para ello ha de romper las ataduras que le sujetan a sus padrinos y mentores políticos (González, Maragall y Polanco), abandonar el “seguidismo” de IU y acordar con el PP una estrategia conjunta de lucha contra los nacionalismos separatistas y excluyentes congregados en la Declaración de Barcelona, y, además, soportar el mismo calvario al que PRISA sometió a Redondo Terreros. No hay que perder la esperanza, pues cosas más difíciles se han visto; aunque todo dependerá de los resultados de las próximas elecciones municipales del 25 de mayo.

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