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No a la guerra

Hay que ver el éxito de un eslogan tan sinsorgo como el de “no a la guerra”. ¿Se cumpliría tal deseo si Sadam y los otros tiranos pudieran seguir alentando a los terroristas de todo el mundo? ¿No hay que hacer nunca la guerra a los que nos amenazan? ¿No habrá que echar alguna vez a los mercaderes del templo aunque sea a latigazos?

La palabra “guerra” bien fácil es; se dice así, más o menos, en varias lenguas romances. Está emparentada con war en inglés. No procede del latín, sino de lo que llamamos un eslogan, es decir, un grito que animaba al combate, algo así como wer, con la erre reduplicada. Claramente es un sonido natural, onomatopéyico; de ahí su éxito. Podría ser que intentara imitar el gruñido del cerdo o del jabalí, que siempre ha sido una especie belicosa. De ahí gurriato, gorrino, guarro, como formas del doméstico cerdo o marrano (siempre llevan la erre).

El “no a la guerra” contradice el viejo refrán de “ir a la guerra o casar no se ha de aconsejar”. Claro que en una democracia la libertad de expresión es sagrada. Con limitaciones, claro. Julio Iglesias de Ussel sigue con su bendita costumbre de enviarme recortes de los periódicos más inverosímiles. En uno de ellos figura una manifestación de estudiantes que discurre por una ciudad española, de cuyo nombre no he de acordarme. Los manifestantes se agrupan bajo una pancarta que lleva esta insolencia léxica: “No a la gerra”. Así nos acerca mucho más a la voz natural que digo. Doctos estudiantes revolucionarios. Todo un logro del diseño curricular.

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