Sostiene Antonio Hernando, portavoz para emigración del partido socialista que la política migratoria del PP se basaba "en unas malas relaciones con Marruecos que hacían imposible un acuerdo para controlar los flujos".
Es verdad que las relaciones hispano-marroquíes durante los años Aznar no fueron precisamente un ejemplo de transparencia y cordialidad. Y que se firmaron no sé cuantos acuerdos para luchar conjuntamente contra la emigración clandestina y sus mafias. Los resultados fueron mediocres por no decir rematadamente malos.
Pero ahora las cosas están peor que nunca.
Las relaciones con Marruecos, añado yo, siempre serán difíciles sea quien sea el inquilino de la Moncloa. Hay demasiados asuntos pendientes y demasiados intereses en que cualquier acuerdo sobre temas delicados (emigración, narcotráfico, pesca, etc) fracase o se esfume como para que un simple viaje, una cena con "pastilla" y cuscús entre ministros o altos funcionarios sirvan para mucho. La opinión pública española está harta de acuerdos "históricos" entre los dos gobiernos que al final se convierten en nada con sifón.
A la diplomacia socialista pueden achacársele muchas cosas pero no que le hubiesen plantado cara al gobierno de Marruecos. Ha preferido utilizar el modelo felpudo creyendo que eso emociona y convence a nuestros vecinos. Los resultados están a la vista: las excelentes y cordialísimas relaciones entre Zapatero y Mohamed VI no han servido absolutamente para nada en el tema de la emigración clandestina. Nunca habían cruzado tantas pateras el estrecho de Gibraltar ni arribado a Fuerteventura, en condiciones espantosas, tantos magrebíes y subsaharianos.
Consuelo Rumí, la secretaria de Estado para la emigración, intenta explicar la afluencia con cifras más o menos verdaderas. E incluso explica el laxismo marroquí recordando que las fuerzas de seguridad y policía del país vecino "deben controlar casi tres mil kilómetros de costa".