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Cristina Losada

Los anónimos responsables

Ya antes del 11-S, los islamistas habían catado la blandura de las carnes del mundo democrático: durante veinte años, sus atentados y ataques fueron colando sin topar hueso.

Los terroristas islámicos que actúan en Irak, como hubieran hecho cualesquiera otros en las mismas circunstancias, han sacado las consecuencias que eran de temer. Dado que el impacto de sus asesinatos y secuestros ha conducido a algunos gobiernos a capitular -el primero, el gobierno de España, lo adornen como lo adornen- han seguido apuntando al talón sensible de la opinión pública. Ello ha abierto una gran ventana de vulnerabilidad de la que son responsables, ante todo, los dirigentes políticos, que con su demagogia y sus ambigüedades, han dado pie a que los grupos terroristas puedan siquiera pensar que degollando a ciudadanos de países democráticos lograrán avanzar hacia sus objetivos, sean éstos la retirada de tropas de Irak o la derogación de una ley en Francia.
 
Ya antes del 11-S, los islamistas habían catado la blandura de las carnes del mundo democrático: durante veinte años, sus atentados y ataques fueron colando sin topar hueso. Un misil sobre la arena del desierto y poco más recibieron de respuesta. El resultado de esta inacción fue su envalentonamiento. A la ceguera, los errores y el oportunismo político de los líderes de las democracias hay que endosarles esa cuenta. Pero desde la guerra de Irak, han aparecido otros que también llevan su carga de responsabilidad por los secuestros y asesinatos de que son víctimas los civiles extranjeros que allí se encuentran: son las personas que ante un hecho así, presionan a los gobiernos para que cedan al chantaje.
 
Si ante el secuestro de Miguel Ángel Blanco, en las calles españolas se hubiera exigido al gobierno que cediera a la demanda de la ETA y el ejecutivo hubiera aceptado la presión, ¿qué habría pasado? Tal vez, el concejal del PP siguiera con vida, pero la banda terrorista habría encontrado una vía directa al corazón del sistema para imponer sus exigencias, y por ella habría continuado. Los secuestros de inocentes con los que ejercer el chantaje se habrían multiplicado. De cesión en cesión, el país estaría a merced de los dictados de un grupo de asesinos. De los de ETA y de los que se apuntaran a emplear la misma táctica. La responsabilidad de este curso suicida para una democracia la compartiría el gobierno con todos aquellos que, con esas buenas intenciones de las que está empedrado el camino del infierno, abrieron la puerta a la espiral del chantaje.
 
Incluso los que hayan estado en contra de la guerra de Irak, incluso los que crean que si no hubiera habido esa guerra no habría terrorismo y violencia que pudiera afectarles, debieran entender algo tan sencillo como esto: los terroristas los han utilizado y utilizarán para conseguir lo que quieren. Saben, como sabían los comunistas vietnamitas, que las democracias pueden ganar las guerras en el campo de batalla, pero pueden perderlas en el terreno de la opinión pública. Y a por ella van. Y cuanto más ruidosamente exijan las buenas gentes y los oportunistas de turno a los gobiernos que cedan, más se aplicarán los terroristas en sus acciones criminales.

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