A lo trágico ha seguido lo ridículo. No es sorpresa. Para nadie. Aunque algunos se empeñaran, hace un año y pico, en conceder a la Comisión del 11-M un margen de credibilidad que era sencillamente imposible. Lo que sucede ahora, esas necias conclusiones que repiten lo mismo dicho el primer día, y que nos avergüenzan a todos, no son fruto de azar o incompetencia; sí de intereses sórdidos. Y necesarios. Los que se ajustan a las conveniencias de cada partido allí presente. No es nada que deba sorprender a nadie. Los partidos políticos son, desde hace ya más de tres décadas en toda Europa, oligarquías cerradas sin otra función que la de garantizar el empleo de sus miembros. Su eficacia se mide por el éxito con que cumplen tal objetivo. Y eso es todo. Hablar de representación, en estos inicios del siglo XXI, no mueve ya ni a la risa.
¿Qué función competía a la Comisión formada tras el 11 de Marzo? La propagandística, por supuesto. Conforme a determinaciones específicas, delimitadas por el eje vencedor/vencido.
Para los partidos que habían ganado –gracias a la masacre islamista– las elecciones, era el momento de rematar a un adversario, el PP, que hasta la víspera misma del atentado les aparecía como enemigo imbatible. Desde la Comisión, era pues preciso: a) destruir –política pero también personalmente– a Aznar, emblema de los años de derrota socialista y receptáculo –una vez eficientemente satanizado– de ese odio tras del cual necesita ocultar siempre el ciudadano sus propias cobardías, después de una rendición militar deshonrosa; b) descomponer al PP golpeando metódicamente sobre sus eslabones más débiles, a la espera de que gentes como Gallardón o Piqué acabaran sirviendo a Zapatero y Rubalcaba la voladura interna del partido; c) borrar cualquier huella que permitiera conocer la verdad de lo sucedido, y, en esa verdad, la tétrica sospecha acerca del papel de viejas células “gálicas” en los más oscuros aparatos del Estado; d) completada esa ofensiva, y una vez desmoronada la resistencia institucional que el PP pudiera ofrecer, los partidos nacionalistas podrían pasar a plantear la reforma constitucional a cambio de cuya promesa habían soldado pacto con el PSOE.
Al perdedor PP, la Comisión no podía sino plantearle un difícil dilema: podía revestir el sambenito oblatorio que los nuevos gobernantes –y su patrón mediático, el grupo PRISA– le ofrecían como forma de expiar sus muchas culpas; tras ello, y convenientemente purgado de los dirigentes a quienes Cebrián, Polanco y, en su nombre, Zapatero juzgasen irrecuperables, el perdón democrático les sería generosamente concedido, y con él la sinecura de un rinconcito al abrigo del poder con rango de oposición perpetua. Eso, o bien, dar una batalla frontal, para la cual, la verdad, la mayor parte de los políticos del PP –Aguirre y algún otro raro aparte– no parece dotada por los dioses. La opción final ha sido mixta. Y, si Rajoy –en buena parte, gracias a la memorable comparecencia de Aznar– ha evitado el despedazamiento para el cual la Comisión estaba planificada, poca cosa real ha conseguido a la hora de sacar a la luz lo que, tras ocho años de Gobierno, debería conocer, al menos en parte: las tramas internas que, desde los servicios del Estado, confluyeron en el 11-M.
