Menú
Victor D. Hanson

60 años después

La verdad es que, tal y como nos lo recuerda a menudo el conflicto de hoy en día, por lo general en la guerra no hay buenas alternativas y los líderes deben escoger entre una alternativa muy mala u otra aún peor

Estados Unidos lleva 60 años atormentándose por haber detonado por primera vez en la historia un arma nuclear sobre Hiroshima el 6 de Agosto de 1945. La decisión del Presidente Harry Truman de explotar una bomba atómica en un objetivo militar obvio como era el cuartel general del Segundo Ejército japonés produjo más de 100.000 víctimas, la gran mayoría de ellas, civiles.
 
Los críticos inmediatamente sostienen que primero deberíamos haber lanzado la bomba en un área despoblada como advertencia para que los militaristas japoneses capitularan. ¿De verdad quería un EEUU democrático vivir bajo el estigma de ser el único país que había usado armas nucleares contra otros?
 
Posteriormente los generales Hap Arnold, Dwight Eisenhower, Curtis LeMay, Douglas Mcarthur y los almirantes William Leahy y William Halsey, según dicen, pensaban que la bomba era innecesaria por ser o bien militarmente superflua o innecesariamente excesiva para una población ya derrotada.
 
Sin embargo, los que se oponían a la decisión evitaban tener que dar un cálculo aproximado de cuántos más habrían muerto en conjunto –americanos, británicos, australianos, asiáticos, japoneses y rusos– usando el bombardeo convencional, la lucha continua en el Pacífico, la invasión anfibia de las principales islas japonesas o la arremetida en curso del Ejército Rojo, si el conflicto no hubiese llegado a un parón abrupto 9 días después y sólo después de un segundo ataque nuclear en Nagasaki.
 
Los defensores de Truman rebatieron que en realidad ni el bloqueo y ni las negociaciones habían logrado forzar la rendición incondicional de los generales japoneses. En su opinión, se evitó un millón de víctimas americanas e innumerables japoneses muertos al no tomar por asalto el territorio japonés al año siguiente en el asalto planificado a las islas principales en dos frentes, las operaciones Coronet y Olympic.
 
En aquel momento había sólo 2 bombas disponibles. Los planificadores pensaron que usando una para demostración (asumiendo que funcionase) podría dejar a los americanos sin suficiente arsenal nuevo para impresionar e intimidar al gobierno japonés si se hubieran librado del primer ataque y luego se habrían envalentonado por la interrupción y nuestra incapacidad de seguir con los ataques.
 
Y así fue, después de Hiroshima y Nagasaki, los seguidores del General Tojo capitularon sólo gracias a la intervención del emperador. Y ni siquiera tenían del todo claro si fanáticos japoneses no atacarían a los americanos mientras entraban en la Bahía de Tokio para las ceremonias de rendición.
 
Estos son los debates que han madurado en la relativa paz de la posguerra. Pero en Agosto de 1945, la mayoría de americanos tenía una opinión muy distinta sobre Hiroshima, una decisión que no se puede alcanzar a comprender sin tomar en consideración la campaña de Okinawa (1 de Abril al 2 de Julio) que había costado 50.000 vidas americanas así como 200.000 japoneses muertos. Okinawa fue testigo de la peor cantidad de bajas en la historia de la Marina estadounidense. Más de 300 barcos dañados, más de 30 hundidos, alrededor de 5.000 marineros perecieron en un aluvión de unos 2.000 ataques kamikaze.
 
Se estima que por lo menos unos 10.000 aviones suicidas estaban a la espera en Kyushu y Hondo. Aquellos a los que les pidieron que siguieran con la lucha contra las islas principales de Japón –tal como hemos sabido por las memorias de Paul Fussell, William Manchester y E. B. Sledge– se sintieron aliviados con la idea de encontrar un enemigo derrotado en estado de shock en lugar de tener que enfrentarse a una desafiante nación japonesa levantada en armas.
 
Al mes después de que Okinawa fuese declarada zona segura vino Hiroshima. Los americanos de esa época se preguntaban por qué no se había arrojado la bomba mucho antes para haber evitado la matanza de Okinawa, especialmente cuando en la primavera de 1945 había optimismo entre los científicos del estado americano de Nuevo México de que la finalización exitosa de la bomba no estaba tan lejos. Mi padre, William Hanson, que voló 39 misiones sobre Japón en un B-29 estaba preocupado por la matanza de Okinawa –donde su primo Victor Hanson murió en las últimas horas de la batalla por Sugar Loaf Hill— cuando la futura bomba habría forzado la rendición japonesa sin la tan terrible pérdida de vidas humanas en el último minuto de batallas de la infantería o incluso sin más horrendos incendios de ciudades japonesas.
 
Hiroshima, entonces, no representó el peor caso de pérdida de vidas en un sólo día de la historia militar. El raid incendiario a Tokio en la noche de 9 de marzo, 5 meses antes, fue mucho peor, alrededor de 150.000 personas fueron incineradas y se quemaron más de 40 kilómetros cuadrados de la ciudad. En realidad, “Little Boy” la primera bomba nuclear que se lanzó hace 60 años, representaba la continuidad de una política de bombardeo sin restricciones cuya moralidad había sido decidida por los ataques en curso de ciudades alemanas y japonesas desde hacía ya tres años antes.
 
Los americanos de la época difícilmente pensaban que la población japonesa fuese completamente inocente. El ejército imperial japonés había asesinado rutinariamente a civiles en países extranjeros, sólo chinos murieron unos 10 a 15 millones en todo el Pacífico desde las Filipinas a Corea y Manchuria. Aún en agosto de 1945, el ejército japonés seguía matando a miles de asiáticos cada mes. Cuando los primeros bombardeos a gran escala con los explosivos tradicionales fallaron en detener el furor de su ejército asesino –sus industrias se iban dispersando cada vez más a tiendas pequeñas a través de centros civiles– Curtis LeMay lanzó napalm sobre las ciudades japonesas  que pudo producir hasta 500.000 víctimas.
 
De alguna manera, Hiroshima y Nagasaki no sólo ayudaron a acortar la invasión soviética de una semana de duración en Manchuria, ocupada por los japoneses (80.000 soldados japoneses y más de 8.000 rusos muertos) sino también una campaña incendiaria aún más amplia que planificaba el General Curtis LeMay. Con misiones mucho más cortas desde las nuevas bases en Okinawa y la flota aumentada con más B-29 y la transferencia desde Europa de miles de B-17 y B-24 estacionados allí, el “bombardero loco” LeMay pensó en quemar el paisaje urbano e industrial de Japón. Su oposición a Hiroshima fue basada más que nada en que su propia flota de bombarderos podría haber logrado el mismo resultado en unas cuantas semanas más de campaña.
 
Las generaciones de la posguerra discutían si las dos bombas atómicas, los raids incendiarios o la invasión soviética en agosto de Manchuria –o la combinación de los tres– provocaron la rendición de Japón; o si Hiroshima y Nagasaki eran una mancha sobre la democracia americana; o si las bombas atómicas fueron el antídoto de último minuto contra la plaga del militarismo japonés que había llevado a la muerte a millones de inocentes sin mucha oposición o crítica por parte del triunfalista pueblo japonés.
 
Pero nuestra generación ha tenido que lidiar una vez más con Hiroshima y vemos cómo el debate se propaga nuevamente en esta nueva era de terrorismo y de armas de destrucción masiva portátiles que han traído hasta nuestras costas un ataque peor que el de Pearl Harbor (y con la promesa de que habrá más). Quizá el horror de los suicidas de Japón ya no nos parece tan distante. Ni tampoco la noción de la perversión extrema de una religión que por lo demás es mayoritaria y que está llenando a millones con un odio hacia un Occidente supuestamente decadente.
 
La verdad es que, tal y como nos lo recuerda a menudo el conflicto de hoy en día, por lo general en la guerra no hay buenas alternativas y los líderes deben escoger entre una alternativa muy mala u otra aún peor. Hiroshima fue la opción imaginable más horrenda pero los otros escenarios podrían haber sido todavía mucho peores.

En Internacional

    0
    comentarios