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Eduardo Ulibarri

Cambio electoral

La Concertación se ha desempeñado muy bien en estos 15 años. Chile le debe mucho de su estabilidad y progreso. Pero el excesivo continuismo no es lo mejor para la democracia.

En la creciente plenitud política, económica y social que ha vivido Chile desde el fin de la dictadura, el proceso electoral que culminará con una segunda vuelta para la Presidencia, el 15 de enero próximo, revela varias facetas positivas.

Son los cuartos comicios libres, normales y consecutivos desde la elección del democristiano Patricio Aylwin para suceder al general Augusto Pinochet. La campaña de la primera vuelta, celebrada el domingo 4, evitó los esquizofrénicos argumentos de “vida o muerte” que tanto distorsionan el debate político latinoamericano.

Los tres principales candidatos mostraron enorme acuerdo sobre los fundamentos del “modelo” chileno (apertura económica, seguridad jurídica, gobernabilidad y mejor distribución de la riqueza) y centraron sus diferencias en énfasis, métodos y prioridades, como corresponde en un país maduro. La excepción fue el minoritario abanderado comunista.

Gracias a las recientes reformas constitucionales, desaparecieron los senadores designados y ambas cámaras legislativas ya son producto exclusivo de la voluntad popular. También en ambas, Concertación Democrática, la coalición de socialistas moderados y democristianos que ha gobernado durante los últimos 15 años, obtuvo una cómoda mayoría.

Con el 45,95% de los votos, su candidata, Michelle Bachelet, demostró lo lejos que puede llegar una mujer socialista, divorciada y atea en la carrera presidencial. Tal desempeño refleja el saludable grado de tolerancia de la sociedad chilena. Bachelet, sin embargo, no logró superar el 50% necesario para triunfar en la primera vuelta, a causa de un novedoso fenómeno: la emergencia, con Sebastián Piñera, de un candidato (y una propuesta) de derecha moderada y moderna, que podría marcar el inicio de una transformación sustancial en el mapa electoral chileno.

Desde 1990, la Concertación se convirtió en el gran eje de la vida política, con una posición de centroizquierda suficientemente renovada, amplia, inteligente y eficaz como para atraer a una mayoría de los ciudadanos. En la otra acera se estableció una coalición de derecha, dominada por su corriente más conservadora, la Unión Demócrata Independiente (UDI), que había tenido en el pasado una excesiva cercanía a Pinochet.

Durante los dos primeros procesos electorales, la Concertación presentó impecables candidatos democristianos (Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle), que se impusieron con contundencia y sin gran esfuerzo: desde el centro captaron tanto a sus aliados de izquierda como a algunos moderados de derecha.

Cuando, en el 2000, le tocó el turno al socialista Ricardo Lagos, la derecha vio una posible oportunidad de captar votos centristas a favor de su abanderado, Joaquín Lavín, de la UDI. Pero fracasó en el intento, la Concertación sumó su tercer período consecutivo en el poder y Lagos realizó una excelente labor de gobierno, que dio saludable impulso a Bachelet, su ex ministra de defensa.

Hasta principios de este año parecía que, nuevamente, Lavín sería candidato, y que la derecha, bajo la sombrilla de la Alianza por Chile, marcharía unida hacia su cuarta derrota. Fue entonces cuando Sebastián Piñera, acaudalado y exitoso empresario, decidió romper filas y presentar su candidatura por Renovación Nacional, el socio más moderado de la coalición.

Su decisión conmovió de inmediato la política chilena, al ofrecer a los electores dos opciones a la derecha de la Concertación. Y, el domingo 4, sucedió lo que sus estrategas habían soñado: Piñera ocupó el segundo lugar, con el 25,41% de los votos, y forzó una segunda vuelta. El respaldo combinado de Piñera y Lavín sumó 48,63%, casi tres puntos por encima de Bachelet, pero por debajo del 51% que ella obtendría si se le añadieran los votos del comunista Tomás Hirsch. Esto sería suficiente para que ganara el 15 de enero.

El duro reto de Piñera será captar tanto a los partidarios de Lavín (que difícilmente apoyarían a una socialista) como a democristianos que, ante una figura más moderada y con posibilidades de triunfo, podrían dar sus espaldas a la Concertación. Su éxito parece remoto. Pero, aunque así sea, la posibilidad de construir, a partir de ahora, una opción política de centro-derecha más abierta, lúcida y con puentes hacia la democracia cristiana, es un cambio muy positivo.

La Concertación se ha desempeñado muy bien en estos 15 años. Chile le debe mucho de su estabilidad y progreso. Pero el excesivo continuismo no es lo mejor para la democracia. Y cuando la alternativa ya no son conservadores con aroma autoritario, sino liberales con ímpetus de modernidad, las posibilidades se hacen mayores.

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