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Eduardo Ulibarri

Crisis a la mexicana

la independencia del juez penal que rechazó la iniciativa de la PGR demuestra que en el México actual existen, al menos, enclaves de independencia judicial.

La mayor crisis política desde que México se convirtió en una verdadera democracia electoral, acaba de solucionarse de la misma forma en que comenzó: mediante la imposición de factores políticos sobre los jurídicos, y con la certeza de que el país aún tiene mucho camino que recorrer antes de convertirse en un verdadero Estado de derecho.
 
Para bien de su evolución democrática, sin embargo, los intereses políticos que mediaron en el desenlace fueron de mayor calidad que los imperantes en el origen. Por esto, aunque la historia de los hechos deja un sabor amargo, su balance da motivos de esperanza.
 
El origen del conflicto fue una alianza entre los partidos Acción Nacional (PAN), de gobierno, y Revolucionario Institucional (PRI), su predecesor por 70 años, para frenar la meteórica carrera presidencial hacia el 2006 del alcalde del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, –conocido como AMLO–, del izquierdista Partido Revolucionario Democrático (PRD).
 
Atribuyéndole un posible desacato en el ejercicio de su cargo, el Congreso lo despojó de su inmunidad y la Procuraduría General de la República (PGR), controlada por el Ejecutivo, decidió procesarlo. Y como en México se suspenden los derechos políticos desde el inicio de la acción penal, la medida implicaba su forzada salida del juego.
 
Todo se hizo en nombre del “imperio de la ley”. Pero la debilidad de los fundamentos jurídicos y los antecedentes poco legales de sus presuntos abanderados no convencieron a nadie, ni siquiera al juez que rechazó la orden de aprehensión de la PGR contra López. Menos aún convencieron a importantes sectores sociales.
 
Conforme crecía la reacción adversa al desafuero –incluida una contundente y pacífica manifestación de apoyo a López, el domingo 24 de abril– aumentaban también, dentro y fuera de México, los temores de inestabilidad. Tres días después de la marcha, el presidente Vicente Fox decidió desactivar la peligrosa bomba de tiempo, y anunció la renuncia del Procurador General y una exhaustiva revisión del caso, todo en aras de “la mayor armonía política del país”.
 
En medio de la molestia del PRI, la sorpresa del PAN y un gran debate sobre la vía legal para dar marcha atrás, Fox y AMLO intercambiaron elogios públicos, la Procuraduría archivó el expediente, y el Presidente y su posible sucesor sellaron la paz, el viernes 6 de mayo, con un breve encuentro.
 
El único ganador del proceso ha sido el popular –y populista– López Obrador; los mayores perjudicados, en una escala de gravedad decreciente, han sido el PRI, el PAN y Fox. También ha sufrido el sistema político, con un renovado escepticismo ciudadano sobre las verdaderas razones de sus actores, y el jurídico, al ser presa de manipulación en el arranque y el retroceso.
 
Sin embargo, también existen elementos positivos que rescatar.
 
En primer lugar, la independencia del juez penal que rechazó la iniciativa de la PGR demuestra que en el México actual existen, al menos, enclaves de independencia judicial.
 
La decisión y capacidad de Fox para revertir el proceso, aunque débil en lo legal, fue esclarecida en lo político, y renovó espacios de negociación indispensables para el avance democrático. Quizá podría, incluso, dar un nuevo aire al último año de un gobierno de buenos proyectos e insuficientes logros.
 
La precaria situación en que quedaron los dirigentes del PRI y el PAN que condujeron la maniobra ha sido una clara y, ojalá, ejemplarizante, lección de los límites al poder que existen en la democracia, por muy imperfecta que aún sea.
 
En cuanto a López Obrador, no solo manejó el caso con inusual prudencia; también lo aprovechó para moderar sus antecedentes de militancia izquierdista y para proyectar una imagen y un mensaje inclusivos, de sensatez y gobernabilidad. En unas declaraciones al periódico The New York Times se definió como centrista, se distanció de los movimientos populistas latinoamericanos y enfatizó sus credenciales para manejar la economía con responsabilidad.
 
Partiendo de que sus intenciones sean genuinas, el gran escollo para aplicarlas es su propio partido, en el cual muchos dirigentes aún padecen de duro sectarismo e instintivo apego a las turbias prácticas políticas heredadas del PRI y sus satélites de antaño, que fueron sus escuelas.
 
Así como la popularidad de AMLO es su gran divisa, los “dinosaurios” del PRD son su gran lastre. Razón de más para que el éxito de sus aspiraciones –y de un eventual gobierno– pase por un verdadero salto hacia el centro. El fallido desafuero parece haber sido una escuela positiva en este sentido, y es un motivo adicional para que el balance del caso sea mejor de lo que, a simple vista, parece.

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