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Serafín Fanjul

Las víctimas de Iraq

En época mucho más reciente (15 de marzo de 2004, ojo a la fecha) un dirigente socialista, de nombre Santesmases, me espetó muy convencido que en el Iraq de Saddam existía libertad de expresión porque así se lo había declarado un alto funcionario.

Mis primeras visitas a Iraq sucedieron hace mucho tiempo, dos veces en el mismo año. Entonces corrían ríos de alcohol por Bagdad –único desliz visible que el régimen baasista, en teoría laico, se permitía en un país musulmán–, los funcionarios del partido exhibían su lujo hortera de nuevos ricos y el aburrimiento señoreaba la capital más aun que las arbitrariedades represivas de Saddam y su cáfila de cómplices. Los iraquíes –que, como buenos musulmanes, no saben beber por no haber perdido el sentido de transgresión ante el alcohol– bebían mucho, para emborracharse, no para disfrutar del consumo pausado y, sobre todo, en compañía, a ser posible femenina (eventualidad quimérica en el entorno).

La represión soterrada de los chiíes asomaba en ocasiones, por ejemplo cuando el acompañante obligatorio que me destinaron evitaba las grandes mezquitas y mausoleos de la Chía como si se tratara de visitar al diablo: el hombre no quería líos. Jugábamos un peligroso juego: él intentando controlarme para que no hiciera nada sin su supervisión (es decir, limitar mi estadía en el país a atiborrarme, en el hotel, de vino francés y sesos) y yo dándole esquinazo para hacer lo que me apetecía, verbigracia visitar las mezquitas chiíes, por osado que resultara introducirse, como mortadela, en el bocadillo de tensiones protagonizadas por el gobierno desde arriba y la muy perseguida grey de adoradores de Alí, Husein y restante parentela por abajo. Troté por lugares arrasados meses después en la guerra que Saddam desencadenó contra Irán (El-Gorna, las marismas del Tigris, Abu-l-Jasib, Fao, el mismo Shatt el-‘Arab). Ni nostalgia me queda recordando aquel país subdesarrollado cuya renta per capita era igual a la española del tiempo. Pero, una vez más, el dato no significaba nada: mientras en España el reparto mucho mejor de los ingresos, la diversificación económica, laboral, etc. eran un hecho, allá sólo se beneficiaban de las ventas del petróleo (único producto de exportación) los vendedores de armas, los adictos al tirano y su círculo tribal, bien pertrechados de gruesas sortijas de oro, de automóviles kitsch y chequeras bien surtidas con las que, mundo adelante, no sabían ni qué comprar, dada su ignorancia y tosquedad.

De aquella, el Iraq no interesaba a nadie, excepción de franceses, alemanes, rusos, chinos o americanos dispuestos a venderles algo o a erigir monumentales banalidades que dejaran constancia futura de las glorias y grandeza de Saddam. Pero nuestra naciente opinión pública confundía –igual que ahora– Iraq con Irán, se interesaba más bien nada por los concienzudos exterminios de comunistas y opositores en general y se guardaba de formularse o formular preguntas. En época mucho más reciente (15 de marzo de 2004, ojo a la fecha) un dirigente socialista o algo así, de nombre Santesmases, me espetó muy convencido que en el Iraq de Saddam existía libertad de expresión porque así se lo había declarado un alto funcionario: Sancta simplicitas, le contesté.

Este miércoles han asesinado a setenta iraquíes con un coche-bomba en la plaza at-Tayaran, el martes fueron treinta y cinco, el jueves serán cincuenta y al otro sabe Dios. La filiación religiosa o las simpatías políticas ­de los muertos no importan, pero sí su circunstancia, amén de su condición humana y su inocencia absoluta ante el crimen. Esta vez eran albañiles, electricistas, carpinteros que ofrecían sus humildes e imprescindibles servicios a la vieja usanza, ya olvidada en este país de señoritos: arrimados contra un muro, pacientes y dominando la ansiedad, como los plomeros y pintores mexicanos del Zócalo, como los peones agrícolas de tantos lugares de América o los jornaleros andaluces y extremeños que tan lejos no quedan. Otro día asesinan a lavanderas, camareros o infelices aspirantes a formar parte del Ejército o la Policía locales, en un sitio donde ganar unos dinares para subsistir es una hazaña; o matan a niños que se acercaron a unos americanos para recoger dulces. Da igual.

No es que la invasión americana haya destruido la economía nacional, es que ésta, sencillamente, no existía. Mal encubierta la carencia de lo que los economistas denominan "tejido productivo" por los ingresos petrolíferos, al fallar éstos en una u otra medida, la pobreza y el subdesarrollo muestran su verdadera naturaleza y dimensión, evidentes desde la primera guerra del Golfo, cuando faltaban luengos años para el derrocamiento del dictador, sólo acaecido por la intervención exterior. Pero éstas son consideraciones políticas y económicas de las llamadas "macro", algo muy alejado de las vidas de privaciones, oscurantismo y desesperanza sufridas durante muchos años por los setenta asesinados del día. Detrás de ellos hay otras tantas familias que lloran y se angustian pensando en cómo suplir los mínimos ingresos del desaparecido. Y así a diario.

Sin melodramatismo, es la realidad última e indiscutible, la tragedia de muchos miles de víctimas del terrorismo islamista. Matan a musulmanes sin conocerlos, de modo despiadado y ciego –claro que la mayoría son chiíes, lo cual requiere matices y recuerdos históricos que ahora no podemos abordar–, indiferentes los criminales ante tanto horror, tanta desgracia por ellos provocada. ¿Aterrorizar a la población es luchar contra Estados Unidos? ¿Por qué no limitan sus acciones a combatir contra los norteamericanos, lo que, desde su punto de vista, tendría una lógica? ¿Quién ha investido a los jefes de las bandas islamistas del derecho a disponer de las vidas de sus correligionarios (y no digo compatriotas porque la mayor parte de los asesinos no son iraquíes)? ¿Por qué nuestros progres cargan globalmente en el debe de los americanos unas muertes que no han producido? ¿Por qué engordan con tanta fruición como falta de datos contrastados las cifras de víctimas? ¿De verdad se creen que contra Saddamlos iraquíes vivían mejor? Jamás van a reconocer que se regodean con las andanzas de Drácula, el Hombre Lobo y el Monstruo de Frankenstein porque, en el fondo, ser "conciencia crítica" a distancia es un ejercicio útil y cómodo: favorece una buena digestión y exime de meterse en problemas de por aquí cerquita.

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