Menú
Manuel Ayau

¡Qué dilema!

Del mismo modo en que en una competición deportiva alguno llegará primero, otro último y los demás en medio, el resultado económico será desigual si todos están sujetos a las mismas reglas.

A los candidatos en campaña política para la presidencia habría que preguntarles, ¿a que igualdad se refieren: igualdad económica o igualdad de derechos? La pregunta es necesaria porque la una excluye a la otra.

Igualdad de derechos quiere decir que todos viven bajo la misma ley, que las reglas del juego se aplican a todos por igual. Cuando se elaboran las leyes, sin duda merecen aceptación como justas porque son generales, no discriminan a favor o en contra de algunos y no son retroactivas. Es inconcebible que tuviese general aceptación una ley que trata a unos mejor o peor que a otros.

Las normas generales que rigen la legítima adquisición de las cosas afectan a todos por igual y por ello se consideran justas. Quien respetando los preceptos legales previamente establecidos adquiere un automóvil, una casa, una computadora, una finca, o cualquier cosa, habrá adquirido un derecho legítimo y exclusivo de disponer de la cosa, derecho que todos los que han aprobado las reglas están en la obligación de respetar. (Valga recordar que el derecho de propiedad no es ilimitado pues está limitado por los iguales derechos de los demás; de lo contrario, unos podrían privar a otros de sus derechos.)

Pero si todos viven bajo la misma ley y respetan las reglas del juego, los resultados económicos serán distintos porque todas las personas son distintas en mil maneras (altos, bajos, inteligentes, tontos, guapos, feos, hábiles en el deporte, simpáticos, pesados, con vocación de aprender, de gustos distintos, de fuerza física diferente, lugar y fecha de nacimiento, con distinta suerte, etc.) y sería ingenuo esperar resultados iguales. Del mismo modo en que en una competición deportiva alguno llegará primero, otro último y los demás en medio, el resultado económico será desigual si todos están sujetos a las mismas reglas. Es decir, que si queremos igualdad de resultados económicos, no podemos regirnos todos por las mismas reglas.

Cabe preguntar: ¿acaso quien más gana empobrece a los demás? Todo lo contrario: cuando hay intercambios libres las dos partes ganan. Para obtener resultados iguales tendríamos que impedir por la fuerza que algunos aprovechen sus ventajas y prosperen más que otros o evitar que algunos prosperen menos que otros. Eso sólo se puede lograr discriminando por la fuerza, pues equivale a que en una carrera se obligara a los que corren más rápido a salir después de que lo hayan hecho los más lentos.

Es así que la igualdad ante la ley causa desigualdad de riqueza. Pero bajo un sistema de reglas generales (iguales para todos), los que se hacen ricos sólo lo pueden lograr cuando, en competencia con otros, enriquecen a los demás. Los pobres no son tontos: hacen ricos a quienes más los enriquecen ofreciéndoles mejores oportunidades de trabajo, mejores productos y mayor beneficio en sus intercambios. Y, por último, obviamente, no se puede culpar y castigar a quienes –en circunstancias que no les son imputables– ofrecen mejores condiciones que otros, incluyendo sus críticos.

Si se insiste en igualdad económica o de oportunidades, necesariamente se está obligado a dispensar un trato compensatorio hacia quienes tienen menos conocimientos o menos suerte, o menos inteligencia o habilidad física. Y al mismo tiempo, implica imponer un costo involuntario a quienes han de costear el beneficio de los primeros, es decir, a quienes se ven privados por la fuerza de parte de lo que han adquirido legítimamente. Eso, obviamente, no es aplicar la misma ley a todos; no es igualdad ante la ley.

En Sociedad

    0
    comentarios