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José Díaz Herrera

Antecedentes hispanoamericanos

Los pistoleros de extrema izquierda argentinos y chilenos no sólo se han ido de rositas sino que, por arte de birlibirloque, han pasado a convertirse en España en defensores de los derechos humanos por ellos ultrajados.

En enero o febrero de 1976 apareció por la revista Cambio 16, donde trabajaba entonces, un argentino de izquierdas, amigo de la que era entonces mi compañera de trabajo Carmen Rico-Godoy, ya fallecida.

Venía a España como enviado especial del general Jorge Luis Videla, con una súplica: pretendía que el semanario puntero en información política de España no fuera beligerante con el golpe de Estado que se preparaba.

Desde la llegada al poder de Isabel Martínez de Perón y su valido José López Rega, fundador de la Triple A, el país de la Pampa estaba sumido en un caos absoluto. Los secuaces de la extrema derecha peronista habían asesinado a cerca de 1.500 personas. Los grupos de izquierda, Montoneros y Ejercito Republicano del Pueblo (ERP), no se habían quedado atrás: asaltaban cuarteles, asesinaban a sus opositores y, entre unos y otros, habían impuesto la dictadura del terror.

En Cambio 16 había entonces al menos una docena de periodistas argentinos refugiados, que habían venido huyendo de los dos grupos enfrentados, que ensangrentaban el país todos los días y lo había convertido en un inmenso cementerio. Todos vieron como un mal menor la llegada de una dictadura militar al país.

Desconozco si hubo algún compromiso del editor de la revista, Juan Tomás de Salas, con los sátrapas de la Junta Militar que asumieron el poder a partir del 24 de marzo de aquel año. El remedio que había venido a vendernos el enviado especial de Videla resultó peor que la enfermedad. El general Jorge Luis Videla convirtió la nación en un cementerio mucho mayor y, además, en un gran campo de concentración, al considerar a todo el mundo como sospechoso y generalizar la violencia de Estado a toda la sociedad.

Y así, mientras el diario El País adoptó una postura acomodaticia con las dictaduras del cono Sur para dar salida a sus libros de texto, Cambio 16 y Diario16 fueron extremadamente beligerantes con los militares que no respetaban el derecho de gentes y volvieron las armas contra un sector de su propio pueblo.

La beligerancia política, ideológica y periodística la ejercimos, además, en un doble sentido: en contra de los grupos terroristas que habían provocado el caos en la nación y frente a la dura represión ejercida por los militares. Al autor de este artículo le cupo desenmascarar al jefe de seguridad de Manuel Fraga, el activista de la Triple A, Rodolfo Eduardo Almirón Seña, y a la revista el secuestro de tres números consecutivos por parte de un juez que no entendía que cien testimonios acusadores de diputados, senadores, ex jefes de Estado, jueces y magistrados en el exilio, todos ellos coincidentes, fueran suficientes para avalar la tesis de "un asesino protege a Fraga".

Todo este largo prólogo viene a cuento para exponer la doble vara de medir que impera en la Audiencia Nacional en los últimos diez años. En mayo de 2003, Baltasar Garzón llamó a declarar a Isabel Martínez de Perón. La impresión de mucha gente fue, por entonces, que por una vez se iba a hacer verdadera justicia en Argentina, que el peso de la ley no sólo caería sobre las juntas militares sino también sobre los terroristas que ensangrentaron previamente el país.

Tras tenerla deponiendo cinco horas, salió por la puerta de la Audiencia Nacional con el mismo abrigo de visón y con la misma sonrisa con el que había entrado y, además, libre de toda sospecha. Como ya sucediera en el mismo juzgado años antes, entre 1998 y 2000, con Santiago Carrillo, acusado de ser el autor de 2.000 asesinatos en Paracuellos del Jarama, nadie le exigía cuentas por sus crímenes a la protectora de López Rega El Brujo.

El ejemplo refleja el sectarismo que ha venido imperando en la Audiencia Nacional desde que uno de sus jueces decidió constituir un Tribunal Penal Internacional sui géneris, sin la autorización de ningún organismo internacional ni un cuerpo jurídico específico ─al estilo del que rige en la Corte Penal Internacional─ ad maiorem gloriam suam.

Tampoco se ha obligado a rendir cuentas a los montoneros ni al Ejército Revolucionario del Pueblo. Por el contrario, fueron estos individuos ─los pistoleros de extrema izquierda─, responsables de centenares de asesinatos (recuérdese que a Perón lo echó de Argentina la fuerza aérea, en 1955, con un bombardeo en la Plaza de Mayo que costó 364 muertos y lo recibieron los peronistas de ambos bandos, a comienzos de los setenta, con una manifestación en Ezeiza, que se saldó con 25 muertos y 365 heridos), quienes vinieron años más tarde a buscar venganza en forma de Justicia a España.

Los pistoleros de extrema izquierda argentinos y chilenos no sólo se han ido de rositas sino que, por arte de birlibirloque, han pasado a convertirse en España en defensores de los derechos humanos por ellos ultrajados. Han contribuido, además, a instaurar una Justicia de segunda categoría, sin garantías procesales ni judiciales, en la que los fiscales, jueces y magistrados que han entrado desde la caída del PP, al igual que el juez Baltasar Garzón, han aplicado sistemáticamente el delito de genocidio (termino acuñado por el jurista polaco Rafael Lemkin y empleado en Nuremberg y Tokio en 1945 y 1947) con carácter retroactivo, vulnerando el derecho penal existente, empezando por el estatuto de Roma, el cuerpo doctrinal por el que se rige la Corte Penal Internacional: Nullum crime sine lege.

Ignoro si el magistrado Baltasar Garzón es conciente de su barbaridad jurídica o se sigue creyendo el campeón de los derechos humanos por su hazaña, llena de triquiñuelas, de pedir la extradición de Augusto Pinochet (el único genocida de la humanidad que se fue del poder tras perder un referéndum, dicho sea también).

Me consta, no obstante, que sus autos llenos de valentía pero carentes de ponderación y reflexión constituyeron una intromisión en los asuntos internos de algunos países (mientras tolera las dictaduras de Nicaragua, Cuba, Marruecos, Guinea Ecuatorial) y estuvieron a punto de acabar con la transición en Argentina. Incluso él mismo reconoce que Raúl Alfonsín llegó a ponerle, simbólicamente, una pistola en el pecho para que no sembrara el caos en su país.

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