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Antonio Golmar

La reinvención de Obama

Bush, un presidente al que pocos echarán de menos, se despide dejando tras de sí un partido en estado de ruina moral e intelectual. Obama se presentó como una suerte de Mesías político capaz de sanar las heridas abiertas por su antecesor.

Favorecido por altos niveles de popularidad y unos golpes de suerte francamente sorprendentes, Barack Obama se encamina hacia lo que podría ser una presidencia triunfal independientemente de sus méritos. La probable dimisión de algún magistrado conservador del Tribunal Supremo y el miedo de varios senadores republicanos a perder sus puestos en las legislativas de 2010 auguran un régimen tranquilo. Obama no debería tener grandes problemas para que sus iniciativas sean convalidadas por un Congreso complaciente y un Tribunal Supremo poco dispuesto a protagonizar campanadas.

Todo lo que el nuevo Ejecutivo precisa para que los demócratas se conviertan en partido dominante y releguen a su adversario al papel de mera fuerza regional es frenar la destrucción de empleo y reducir el déficit. El perfil moderado del equipo económico de Obama, así como sus últimas manifestaciones a favor del sector privado y el nombramiento de un partidario de ALCA como secretario de Comercio, hacen pensar que el nuevo presidente tratará de cimentar su reelección en la mejoría de los indicadores macroeconómicos y la creación de empleo.

De conseguirlo, será prácticamente imposible que los republicanos recuperen la Casa Blanca hasta 2020. La división interna fruto de la traición de Bush a los principios del Estado limitado, la acción corrosiva de diversos grupos político-religiosos favorecidos durante su presidencia y los escándalos de corrupción han sumido al Partido Republicano en una lamentable crisis de identidad. Con su electorado concentrado en el cinturón bíblico, las posibilidades de regeneración son remotas. La ausencia de candidatos de peso o con capacidad de liderazgo real para presidir el Comité Nacional Republicano es una buena prueba de la confusión reinante en el seno del GOP.

Mientras tanto, el Partido Demócrata intentará consolidarse como opción favorita entre jóvenes, independientes e hispanos, cuya importancia electoral crecerá a medida que los niños de origen latinoamericano alcancen la mayoría de edad. El 10% de ventaja obtenido en las últimas elecciones a la Cámara de Representantes y el aumento de su apoyo entre los votantes conservadores dan al traste con las predicciones de personajes como el gurú electoral Karl Rove y el experto en grupos de presión Grover Norquist, más interesados en convencer a los suyos de su papel indispensable en el partido que en ofrecer análisis correctos de la realidad.

La segunda prioridad de la presidencia de Obama será afianzar su imagen de hombre dialogante y conciliador. A este respecto, la inclusión del pastor evangelista Rick Warren en su ceremonia de inauguración es una jugada maestra. El entusiasta apoyo de Warren a causas como el combate contra el calentamiento global, la expansión del Estado de bienestar y el diálogo con el islamismo (recientemente viajó a Siria, donde elogió a su presidente y mantuvo reuniones cordiales con diversos líderes religiosos musulmanes de aquel país) le ha granjeado la discreta simpatía de no pocos miembros del ala más radical del Partido Demócrata.

Asimismo, sus posturas menos radicales que las de otros miembros de la denominada derecha cristiana en asuntos como el anti-semitismo de raíz apocalíptica y la igualdad de derechos de los homosexuales (no culpa a los judíos de los atentados del 11-S y está a favor de la concesión a las parejas gays de algunos derechos en virtud de su convivencia) le hacen el candidato ideal para contrarrestar la retórica pavorosa difundida contra Obama en algunos foros. ¿Cómo calificar al nuevo presidente de anti-Cristo sin incorporar al clérigo a la presunta conspiración? Warren, un producto de alta tecnología mediática que parece aunar lo peor de cada casa, es la antítesis de cualquier discurso mínimamente liberal, pero bien usado se transforma en el paradigma de ese peculiar concepto de inclusión propugnado por los comunitaristas.

Hacía mucho tiempo que un mandatario norteamericano no lo tenía tan fácil. Habría que remontarse a 1985, cuando Reagan comenzó su segunda presidencia, para encontrar un caso parecido. Bush, un presidente al que pocos echarán de menos, se despide dejando tras de sí un partido en estado de ruina moral e intelectual. Obama se presentó como una suerte de Mesías político capaz de sanar las heridas abiertas por su antecesor. Su presidencia será tanto más popular cuanto más se aleje de la imagen salvífica creada por algunos de sus partidarios y más se acerque al perfil pragmático y realista que sus asesores están trazando. Nadie sabe a ciencia cierta si la presidencia será mejor o peor que la Bush, pero a buen seguro que será mucho más fotogénica.

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