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Agapito Maestre

La honradez

¿Por qué tanto mimo y pasotismo sobre unas subvenciones que pagamos todos los españoles a los políticos? Seguramente, porque hay tanta moralidad en los medios de comunicación en general, y las elites periodísticas en particular, como en la casta política.

Salvo un comentario moral de Jiménez Losantos en El Mundo y alguna observación crítica aparecida en los periódicos digitales, pocos medios se han detenido a criticar las sustanciosas subvenciones que han recibido los partidos políticos en época de crisis. El montante asciende a 81,38 millones de euros. Los que más pillan, naturalmente, son el PP y el PSOE, que reciben 34,06 millones y 32,2 millones, respectivamente, y los que menos los de Nafarroa Bai, 214.555 euros. Las cantidades son, pues, lo suficientemente abultadas como para que nos extrañe que los medios de comunicación traguen sin decir nada. ¿No será que también están esperando ellos alguna subvención? En fin, ¿por qué tanto mimo y pasotismo sobre unas subvenciones que pagamos todos los españoles a los políticos? Seguramente, porque hay tanta moralidad en los medios de comunicación en general, y las elites periodísticas en particular, como en la casta política. Sí, sí, la moralidad es escasa. O peor, inexistente.

Las circunstancias de la crisis económica son, desgraciadamente, la disculpa de ese silencio ominoso y, en general, la excusa de los peores errores intelectuales de nuestros medios. Por este lado, no cabe la menor duda de que la crisis económica derivará en una crisis moral de efectos devastadores para una sociedad ya de por sí muy encanallada. El asunto fundamental no será la cuenta de resultados, sino que el poderoso responda con celeridad a la pregunta empresarial: "¿Qué hay de los mío?". Este problema minará no sólo los fundamentos morales de los medios de comunicación, sino la calidad de un triste régimen de derechos de una sedicente democracia. El sueño democrático de una sociedad de individuos honestos está cada vez más lejano en tiempos de crisis económica.

Sin embargo, aunque sea una causa pérdida, persistiré en vestir de paisano esa abstracción llamada honestidad. Ya sé, ya sé, que esa vieja dama llena de arrugas recibe otros nombres, por ejemplo, nadie en la vida cotidiana deja de hablarme de honradez. Nadie se priva de apelar a ella, pero pocos se atreven a ponerle las prendas de moda. Menos todavía hallan ejemplos de honradez en nuestra vida pública. La honradez ya no es un hombre osco y antipático que cumple justamente con su destino. La deriva de la honradez es implacable. Es lo único que tenemos a la mano. Nadie ve por ninguna parte la honradez. Todos tocamos la inmundicia. Todos sospechamos de todos. Vivimos, en el ámbito de las costumbres y las creencias, de la decadencia del honrado. Peor aún, el honrado es más perseguido hoy que ayer. El honrado tiene un presente terrible. Su destino es la segregación de la anormalidad. Es un peregrino en su tierra.

La honradez en nuestro tiempo es antes un concepto que una tradición, una abstracción que una conducta ejemplar. He ahí una prueba del fracaso de la honradez. Pensamos lo que anhelamos como cantamos lo que perdemos. Nuestros coetáneos aplauden más a quienes los narcotizan con sonrisas y halagos lisonjeros, con viejos placebos y ridículos inventos que a los hombres rigurosos que los salvan con gestos adustos. El honrado está borrado por el pillo del mapa de las "buenas" costumbres. Acaso por eso, por la desaparición de la escena pública del hombre honesto, la honradez es antes un discurso que la precisa narración de una biografía. La honradez parece algo sin correspondencia inmediata con la realidad. No vemos sin esfuerzo mental, sin complicados rodeos intelectuales, la tangible honradez del hombre de principios.

Es como si la honradez de nuestra época careciese del necesario correlato empírico, del material sensible al alcance de todos, que exigiera Kant para que un concepto no feneciera por su ceguera. Ese algo que nos hiciera ver la vida, el pulso y la sangre de la idea de honradez parece haberse esfumado en la época del cambalache. ¿Cambalache? Es el título de un famoso tango. La vida. ¿Es posible salvar algo de este tango realista y burlón? Todo. La falta de principios de una sociedad es su verdad. La persona despreciable y ruin, la canalla, sí, es la otra cara de la moneda humana. Sin su contemplación despreciativa, sin la depravada visión del que observa como si la cosa no fuera con él, jamás sería pensada la honradez. Nadie en su sano juicio, por ejemplo, puede acercarse a la honradez de la sociedad de Nueva York, o sea de la sociedad occidental, sin la sabiduría vital que hallamos en la novela de Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades.

El título de esa novela contiene toda la sabiduría y la amargura del tango argentino: sólo por contraste con la realidad podemos pensar la honradez. Es una excepción, hoy, tener acceso a la honradez de modo directo. Resulta cada vez más difícil hallar ejemplos, reales o artísticos, para acercarnos a esa virtud. Otra vez, como en los peores tiempos de nuestra historia, la honradez nos parece algo propio de locos. De Quijotes.

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