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El derroche de las televisiones autonómicas debe acabar

La decisión del Gobierno de reformar la Ley General Audiovisual para permitir a las comunidades externalizar este servicio es acertada pero insuficiente, pues no permitirá su completa privatización como exige la lógica más elemental.

La creación de las televisiones autonómicas ha sido tal vez el despilfarro más desproporcionado de todos los que han cometido las comunidades autónomas a lo largo de su existencia, tanto por la ingente cantidad de recursos públicos que se dilapidan anualmente como por la evidente innecesariedad de que la administración se encargue de financiar un servicio que ya es prestado por la iniciativa privada, y además sobradamente.

Las 13 televisiones autonómicas existentes en España, que en total suman nada menos que 38 canales de TV, nos cuestan a todos los contribuyentes anualmente más de tres mil millones de euros, si sumamos a los gastos de explotación los intereses de una deuda que actualmente se acerca en conjunto a los 2.600 millones. A efectos comparativos, ese gasto es el doble de lo que el Estado ahorró congelando las pensiones de los jubilados y la mitad de lo que pretende recaudar con la última subida de impuestos decretada por el Gobierno.

Ningún argumento económico puede justificar la existencia de unas televisiones regionales con plantillas disparatadas –cualquiera de las autonómicas más importantes tiene más trabajadores en nómina que todas las privadas nacionales juntas- y unos gastos de explotación desorbitados gracias a que han estado financiados por el presupuesto público sin atender a criterios de racionalidad. Pero es que, además, tampoco existe justificación en términos sociales, pues ese servicio ya lo presta una iniciativa privada obligada a soportar la competencia desleal de las corporaciones públicas que, para mayor agravio, cosechan sin excepción unos índices de audiencia sonrojantes.

A la vista de lo insostenible de la situación, la decisión del Gobierno de reformar la Ley General Audiovisual para permitir a las comunidades privatizar este servicio es acertada pero insuficiente, pues una vez llevada a término la reforma legislativa anunciada, las comunidades podrán elegir entre la prestación de ese servicio con operadores privados o a través de sus propias empresas públicas, pero seguirán sin poder desprenderse de sus costosos emporios mediáticos privatizándolos completamente como exigiría la lógica más elemental. El colmo es que haya comunidades como la andaluza que incluyen en su estatuto de autonomía la obligatoriedad de una televisión pública regional, con lo que, además de la ley estatal, el Parlamento andaluz surgido de las urnas el próximo 25 de marzo tendría que proponer la reforma de la Ley Orgánica de su estatuto en vigor simplemente para cambiar el modelo de gestión de Canal Sur.

Pese a todo, con un recorrido legal más o menos largo, lo cierto es que resulta una afrenta a los contribuyentes que el Gobierno exija a todos un esfuerzo fiscal añadido mientras se mantienen unas corporaciones públicas tan costosas, ineficientes y prescindibles como las televisiones autonómicas. O privatizarlas por completo o cerrarlas definitivamente. A estas alturas ninguna otra opción resultaría admisible.

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