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Cristina Losada

Retrato en sepia

Desempeñó un papel histórico integrando al conjunto de la derecha en el régimen democrático, pero él y su Alianza Popular se vieron condenados a representar a una antipática criatura de las cavernas.

Con Manuel Fraga se va una compleja personalidad política que enlazaba el franquismo, la Transición y la democracia. Compleja, porque frente a la apariencia monolítica que daban su carácter arrollador y hasta feroz, y su palabra tonante, realizó tantos virajes como cualquier político pragmático. Con una peculiaridad: que prácticamente nunca se vieron coronados por el éxito, si exceptuamos su entrega del Partido Popular a un joven llamado José María Aznar López, que es el instante en que tira la toalla y renuncia a ser el gran líder de la derecha española. Fue tras su apartamiento, con su regreso a la Galicia natal, donde sí le esperaba el triunfo, cuando después de tres lustros de travesía del desierto la derecha pudo ganar unas elecciones y llegar al Gobierno.

La reputación de reformista y aperturista que Fraga se había ganado bajo la dictadura, siempre en términos relativos y pese a episodios como el fusilamiento de Grimau y la muerte del estudiante Enrique Ruano, no le acompañó durante la Transición. Tras la muerte de Franco, siendo ministro de Arias Navarro, se labró una fama de duro y autoritario que lastraría sus posibilidades políticas en los años siguientes. Así, Fraga desempeñó un papel histórico integrando al conjunto de la derecha en el régimen democrático, pero él y su Alianza Popular se vieron condenados a representar a una antipática criatura de las cavernas del pleistoceno. Fueron ese espantajo de una derecha nostálgica del franquismo y poco amiga de la democracia que la izquierda suele agitar en beneficio propio.

Don Manuel parecía predestinado, por su pasado, sus convicciones y su extraordinaria capacidad intelectual, a capitanear la Transición y, más tarde, a heredar el respaldo social y electoral de UCD. Sin embargo, no logró lo uno ni lo otro y en ambos casos fracasó frente a políticos mucho menos formados, pero más jóvenes y telegénicos. Como observó López Aranguren, Fraga pertenecía a la galaxia Gutenberg y no a la era televisiva, en la que brillaban y seducían Suárez y Felipe. Su desinterés por la imagen, ese alfa y omega de la política contemporánea, era tan monumental como lo es su obra escrita. Pero han de contar también sus errores políticos, como su posición ante el referéndum sobre la OTAN, que brindaría a González un plebiscito.

Alboreaba la década de los noventa cuando el León de Villalba llegó a su última guarida, Galicia, que presidiría, mejor, acaudillaría durante quince años seguidos. Acogido a una tradición regionalista, plantó el galleguismo como columna vertebral del espacio político y asumió, en la cuestión lingüística, los principios que Pujol aplicaba en Cataluña. Galicia se modernizó durante sus mandatos y, suscitando intensas devociones y aversiones, don Manuel parecía inagotable e incombustible. Incluso sobrevivió políticamente al naufragio del Prestige, aunque su liderazgo carismático mostraría poco después su agotamiento. Quizás por no retirarse a tiempo, se fue con una derrota. Nada terrible para quien decía que la obligación de un político es tragarse un sapo cada mañana. Tendrán que despedirle como le gustaba celebrar sus victorias, con miles de gaiteiros en la plaza del Obradoiro. 

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