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Pablo Molina

Un país de pijoflautas

El día que hagan su primera declaración de la renta, a muchos de estos pijoflautas se les caerá la cara de vergüenza.

El reciente auto del juez Pedraz justificando las algaradas infantiles de los que querían acabar con la democracia ha sorprendido sólo por su procedencia, no porque el contenido difiera de lo que piensa la parte más numerosa de los españoles, que es, como ocurre en los países civilizados, justamente la que no paga impuestos. Es éste último un dato capital, porque el pensamiento pijoflauta del que hizo gala el juez de la Audiencia, quintaesenciando el sentir popular, exige para ser coherente que el sujeto esté a salvo de las medidas que apoya simbólicamente o pregona con violencia, pues en caso contrario no sería pijoflauta sino directamente gilipollas. Que son dos condiciones compatibles, está claro, pero, viendo las imágenes de sus intentos de asalto al congreso, no parecía que entre la multitud más activa hubiera muchos tontos de baba.

Estos movimientos naif de radicalismo arcaizante que pretenden refundar la democracia se componen básicamente de jóvenes desoficiados y, en mucha menor medida, de jubilatas. Los primeros ya no reciben el justiprecio de su vagancia que las familias y un estado providente les facilitaban en el pasado, y los segundos entienden que, con jóvenes de por medio, las protestas no sólo son más entretenidas que pasar la mañana viendo las obras del metro, sino un ejercicio rejuvenecedor, y encima si tienes suerte igual hasta ves alguna teta.

¿Qué tienen en común estos dos grupos humanos, núcleo duro de los movimientos alterdemocráticos? ¡Exacto! Ni unos ni otros pagan impuestos. Es cierto que junto a ellos aparecen personas de mediana edad llevadas a extremos de desesperación a consecuencia de la crisis, pero su protesta sincera difiere en que quieren un puesto de trabajo, no implantar el socialismo para que todo sea gratis, como defienden los que manejan el cotarro.

El pijoflauta hace suyo el discurso que, hasta que comenzó la crisis, era patrimonio del perroflauta avant la lettre, mucho más respetable porque conduce su vida de acuerdo a lo que proclama. En cambio, durante las acampadas de la Puerta del Sol, el año pasado, ya podía verse a cientos de jóvenes de familias bien que estaban allí simplemente porque aquello tan colorido y populoso les parecía superfuerte, tía, o sea. Superado aquel sarampión madrileño, y a falta de saber si las hordas neodemocráticas podrán culminar este otoño con éxito su intento de remedar al general Pavía, la ciudad más pijoflauta de España, y probablemente del mundo, es Barcelona. Allí los perroflautas uniformados incendian el material urbano y se enfrentan a la policía, mientras una legión de pijoflautas, formada por la clase media ilustrada, con trabajos altamente remunerados y altos impuestos –lo que resulta ya delirante–, les aplaude y anima desde las ventanas de sus despachos de lujo. En todos los sitios pasan cosas parecidas, pero las escenas de combate de los indignados de Barcelona están todavía muy lejos de ser superadas.

Localismos al margen, la exigencia transversal de este movimiento es que se ponga fin de una vez a las reducciones de gasto público; quieren que el Estado mantenga todos los servicios gratuitos (sic) y dedique mucho más a ayudar directamente a los necesitados –entre los que se incluyen, obviamente–, en lugar de reducir el déficit, como demandan Bruselas, el BCE, el FMI y demás lacayos del capitalismo de obediencia talmúdica.

Si se eliminan los recortes presupuestarios y el Estado tiene que gastar todavía más de lo que lo hace, ¿cuál es la consecuencia lógica? Pues una subida brutal de impuestos. Claro, que a los promotores del pijoflautismo, como es natural, eso no les afecta.

Lo más raro de todo este asunto es que le tengan tanto odio a Rajoy, que si por algo se está caracterizando es por hacer precisamente lo que el indignado exige en sus proclamas: pocos recortes y muchos impuestos. El día que hagan su primera declaración de la renta, a muchos de estos pijoflautas se les caerá la cara de vergüenza. Eso sí que va a ser superfuerte, tíos. O sea.

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