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Manuel Llamas

Ucrania no olvida el genocidio comunista

El Ejecutivo de Yanukóvich es tachado, con razón, de ser un títere en manos del autoritario régimen ruso de Vladímir Putin.

El Ejecutivo de Yanukóvich es tachado, con razón, de ser un títere en manos del autoritario régimen ruso de Vladímir Putin.

Ucrania, frontera geográfica entre Occidente (Europa) y Oriente (Asia), se debate estos días entre permanecer bajo la bota de Moscú o dar un paso firme y definitivo hacia su integración en la Unión Europea (UE). El país está dividido en dos. Cientos de miles de manifestantes protestan en las calles de Kiev para exigir la dimisión del presidente, Víktor Yanukóvich, y celebrar elecciones anticipadas, después de que su Gobierno rechazara en el último momento firmar un acuerdo de libre comercio con las autoridades comunitarias, dando así al traste, una vez más, con el sueño europeísta que ansía más de la mitad de su población, según las encuestas. El Ejecutivo de Yanukóvich es tachado, con razón, de ser un títere en manos del autoritario régimen ruso de Vladímir Putin, además de representar un sistema podrido en el que la corrupción campa a sus anchas. Cabe recordar que Yanukóvich ya fue derribado del poder en 2004 gracias a la denominada Revolución Naranja, acusado de fraude electoral. Pero desde entonces su poderoso entorno, muy próximo a los intereses de Rusia, ha hecho lo indecible para recuperar el control del país. No por casualidad su sucesor en el cargo, el prooccidental Víktor Yushchenko, fue envenenado, y su predecesora, Yulia Timoshenko, se encuentra encarcelada tras perder una moción de censura en 2010 y, posteriormente, ser condenada por "abuso de autoridad", delito lo suficientemente ambiguo y arbitrario como para maquillar el clamoroso atentado democrático que supone su encarcelamiento.

Sin embargo, esta tensa guerra política no es más que un fiel reflejo de la profunda división que sufre el país desde que en 1991 proclamó su independencia de la antigua Unión Soviética, al igual que la inmensa mayoría de repúblicas del Este, tras el colapso del sistema comunista, escenificado en la caída del Muro de Berlín de 1989. A diferencia de lo sucedido con otros satélites soviéticos, que o bien ya forman parte de la UE o bien son firmes candidatos a entrar, Ucrania se ha mantenido hasta ahora al margen de este progresivo proceso de integración europea debido, entre otros factores, a su fuerte dependencia energética y económica de Rusia y, sobre todo, a la existencia de dos grupos claramente diferenciados: la población de origen ruso, concentrada en el este y el sur del territorio, firme defensora de Yanukóvich, y los ucranianos prooccidentales, que se concentran en el oeste y el centro. Estos últimos sueñan con formar parte de la UE y romper de una vez por todas con las cadenas que aún atan Ucrania a Moscú, ya que muchos, especialmente los jóvenes, identifican Europa con el desarrollo económico, la democracia y el Estado de Derecho, en contraste con la debilidad económica, la extendida corrupción y la vulneración de derechos humanos que padecen desde hace dos décadas.

Lo que reclaman los manifestantes, en el fondo, no es otra cosa que el entierro definitivo de la negra era soviética, cuyos vestigios sobreviven hoy a través de la incesante injerencia de Moscú en los asuntos internos. Fue ese un objetivo que no se consiguió con la independencia (1991) ni con la Revolución Naranja (2004). ¿A la tercera irá la vencida? De ahí, precisamente, que los manifestantes derribaran este domingo la estatua de Lenin, símbolo de la histórica dominación rusa sobre Kiev, o que la Plaza de la Independencia, convertida en baluarte de la protesta, haya sido rebautizada como Euromaidán (Plaza de Europa), entre banderas de la UE. En esta particular pugna entre prooccidentes y filorrusos, Europa simboliza la libertad y Moscú la opresión soviética. Es evidente que ni una ni otra son fiel reflejo de la realidad, ya que constituyen ideales imaginarios en la mente de los ucranianos. Ni la UE es, por desgracia, el máximo exponente de libertad económica a escala mundial ni la Rusia actual se asemeja a la URSS. Sin embargo, el trágico recuerdo de la era comunista sigue pesando como una losa en la mente de todos aquellos que sufrieron su azote. No por casualidad la mayoría de países del Este se han arrimado a Europa y han abrazado el capitalismo con firmeza, cual tabla de salvación, huyendo de la anterior pesadilla comunista impuesta por Rusia, lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta el infierno que tuvieron que experimentar durante décadas.

En el caso concreto de Ucrania, buena parte de su población no sólo celebra todos los años su Independencia -formal- de Rusia, sino que también conmemora uno de los episodios más aberrantes de la historia de la humanidad, la Muerte por Hambre (Holodomor), cuyo 80 aniversario tuvo lugar el pasado noviembre. El transcurso de casi un siglo no ha sido suficiente para borrar del recuerdo de los ucranianos el genocidio perpetrado por los comunistas soviéticos a principios de los años 30. Cómo olvidar los millones de muertos que provocó el carnicero Stalin entre 1932 y 1933. La colectivización forzosa de todos los medios de producción, incluida la agricultura, levantó una fuerte resistencia entre el campesinado ucraniano, oposición que fue duramente reprimida por el régimen soviético mediante un plan, simplemente, terrorífico: la deskulakización, es decir, el exterminio y represión de los campesinos, tildados de "ricos" y "antirrevolucionarios" por el régimen comunista, a través de ejecuciones en masa, deportaciones a campos de concentración y, sobre todo, el hambre.

Moscú elevó las cuotas de producción de grano (confiscación estatal) hasta niveles insostenibles durante 1932, al punto de que las provisiones para alimentar a la población empezaron a agotarse ese mismo invierno. Aun así, al principio, los campesinos lograron sobrevivir a base de agudizar el ingenio -escondiendo alimentos y comiendo raíces-. Fue entonces cuando Moscú ordenó requisar todo el grano y las reservas de alimentos, casa por casa, condenando a muerte a millones de personas. Además, les prohibieron intecambiar o ganarse la comida de cualquier forma, incluso emigrar o salir al campo en busca de algo que llevarse a la boca para evitar el dramático desenlace. Stalin les condenó al hambre y provocó entre 3 y 6 millones de muertos sólo en Ucrania, según las distintas estimaciones al respecto, cifras equiparables a la del Holocausto judío urdido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

El grano confiscado a los ucranianos fue exportado por la URSS a Occidente, a precios incluso por debajo de mercado, para agotar las existencias, en una muestra de desprecio absoluto por la vida humana, ya que sólo la cosecha de 1933 podría haber alimentado a toda la población del país durante dos años. Y ello sin contar los millones de asesinados en la represión campesina a lo largo y ancho de la URSS durante buena parte de los años 30.

Si a la corrupción generalizada que sigue padeciendo Ucrania, con el aval de Moscú, se le suma el negro pasado comunista impuesto por los rusos, es comprensible que buena parte de la población no se rinda a la hora de exigir la integración de su país en la UE. Bruselas es percibido como un paraguas para protegerse de su antiguo amo.

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