
Entre los méritos que puedan asistir al Gobierno de España no consta el de haber sabido calibrar el alcance del desafío separatista de los nacionalistas catalanes. Nadie, ni siquiera Jorge Moragas, hombre de confianza de Rajoy, ha podido explicar las razones por las que se decidió que fuera el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, el encargado de asumir el expediente. Antes de conquistar La Moncloa, Rajoy presumía de ser un político previsible, en contraste con las veleidades de Zapatero, pero enviar a Cataluña al responsable de la agenda internacional del Ejecutivo no cuadra precisamente con tal previsibilidad. Lo suyo hubiera sido encomendar la tarea al ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, quien casualmente fue gobernador civil de Barcelona en tiempos de UCD y antecesor de Vidal Quadras al frente del PP catalán. Sea como fuere, Margallo fue parachutado a Cataluña en una misión abocada al fracaso y de la que el nacionalismo pudo obtener grandes ventajas retóricas y estéticas. Que los sedicentes tuvieran como interlocutor al jefe de la diplomacia nacional situaba el órdago de Mas en el mismo ámbito que el contencioso gibraltareño.
La peripecia más sonada de Margallo fue comparecer en una comida de La Vanguardia para explicar a los empresarios catalanes la posición del Gobierno. Como es obvio, nadie le preguntó ni por el Peñón ni por Panamá, asuntos que en teoría tienen más relación con su cartera que las barrabasadas de los nacionalistas en el Parlamento autonómico o sus despliegues de coros y danzas cada 11 de Septiembre. Las gestiones de Margallo no debieron satisfacer a Rajoy, de modo que el ministro ni asistió a la convención del PP catalán, un par de semanas después de aquella delirante cita en el diario barcelonés. En la actualidad, se desconoce lo que pueda estar haciendo Margallo en relación a Cataluña, más allá de sus confusas y extemporáneas declaraciones sobre Escocia en el Financial Times.
El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, es quien ha recogido el testigo gubernamental para dar la réplica a Artur Mas, Oriol Junqueras y compañía. La idea, en apariencia correcta y fundamentada, era que Montoro desmontase el eslogan separatista del "España nos roba". Debutó hace dos semanas, en la convención regional del partido a la que no fue Margallo, con el sorprendente anuncio de que no se darían a conocer las balanzas fiscales que demuestran las groserías y falsedades del discurso nacionalista. Los números cantan, pero a Montoro le dio por improvisar y se sacó de la chistera el concepto cuentas públicas regionalizadas. Como era de esperar, los nacionalistas dedujeron que la cancelación de las balanzas era una prueba irrefutable del supuesto expolio a la luz del se non è vero è ben trovato. La metedura de pata de Montoro ha sido de tal calibre que no ha tenido más remedio que rectificar, tarde y de mala gana, lo que contribuye a engordar la propaganda nacionalista.
La última hora de todo este lío, que diría el propio Rajoy, es que la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría ha tomado cartas en el asunto y se ha reunido ya con el embajador catalán en Madrid, es decir, el democristiano Duran, cuyas componendas pueden no ser del gusto del radical Mas, pero en ningún caso serán en beneficio del interés general de los españoles. Eso ha quedado sobradamente acreditado en el pasado y no es previsible que vaya cambiar de la noche a la mañana.
Menos mal que, por el momento, estos errores han quedado compensados por la estulticia nacionalista y la cordura de personajes y personalidades que, en principio, no deberían formar parte del esperpento. Un par de ejemplos: el presidente francés, François Hollande, quien entre escarceo y escapada y por boca de su embajador en Madrid mandó a freír espárragos a Mas; y el papa Francisco, que ha desautorizado al independentista abad de Montserrat a través del nuncio Fratini. O sea, Francia y el Vaticano al rescate de nuestra política doméstica. ¿Es o no es alucinante?
