Los resultados de las elecciones generales del pasado diciembre han dibujado un complejo panorama político que obliga a la búsqueda de acuerdos entre PP, PSOE y Ciudadanos con el fin de conformar un gobierno estable y, sobre todo, mínimamente razonable, alejado, pues, de los extremismos rupturistas y bolivarianos que propugna Podemos. Pero si populares y socialistas, con o sin el apoyo de Albert Rivera, no alcanzan un pacto que permita la gobernabilidad tras la constitución del Parlamento, España debería convocar nuevas elecciones cuanto antes, ya que prolongar el actual contexto de inestabilidad tan sólo perjudicaría al conjunto de la economía nacional, favoreciendo de paso las aspiraciones de Pablo Iglesias y sus socios independentistas.
El coste de esta particular incertidumbre es difícil de cuantificar, puesto que sus efectos no son visibles de forma explícita e inmediata, pero su factura, en todo caso, resulta muy elevada en forma de inversiones paralizadas o, directamente, suspendidas, tal y como ya empiezan a reflejar ciertos indicadores. La llegada de las "fuerzas del cambio" a importantes ayuntamientos y autonomías en los comicios municipales y regionales del pasado mayo ya se tradujo en la paralización de cuantiosos proyectos urbanísticos y empresariales, además de nuevas subidas fiscales y un ambiente de inseguridad jurídica que en nada contribuyen a la generación de riqueza y empleo. Si a ello se suma ahora la parálisis política que sufre el país, el temor de empresarios e inversores se agrava por momentos, poniendo en riesgo el crecimiento de la economía en caso de que esta situación se prolongue demasiado en el tiempo.
Sin embargo, el coste más preocupante y gravoso no deriva de la incertidumbre, sino de la profunda irresponsabilidad que están demostrando los dos grandes partidos, centrados exclusivamente en defender los intereses particulares de sus respectivos líderes en lugar atender a los de todos los españoles. Que Pedro Sánchez plantee siquiera la posibilidad de pactar con Podemos y su esperpéntica amalgama de socios denota una enorme insensatez, y no sólo porque el fruto de dicho pacto podría suponer la ruina y la ruptura de España, sino porque, en última instancia, también implicaría la desaparición del PSOE, fagocitado por la formación de Iglesias. Y ello, sin contar que Sánchez se mantiene en el cargo de secretario general del partido a pesar de sus nefastos resultados electorales, en lugar de dimitir y propiciar así una renovación interna, tal y como hacen los dirigentes honestos y con altura de miras en otros países -Ed Miliband, por ejemplo, dimitió de inmediato como líder laborista tras su gran derrota ante Cameron-.
Pero el PSOE no es el único partido en el que la responsabilidad brilla por su ausencia. La histórica pérdida de escaños y de votos que ha protagonizado Mariano Rajoy también debería plantear su salida y el inicio de una profunda reestructuración en su cúpula para recuperar los principios y valores que, en su día, convirtieron al PP en un partido sólido y firme. En la actualidad, España encara, por tanto, una doble tarea: por un lado, demostrar que el bipartidismo ha alcanzado la madurez democrática suficiente como para aparcar sus diferencias para garantizar la gobernabilidad y defender el interés general de los españoles; y, por otro, demostrar que los líderes políticos tienen la responsabilidad y el sentido de estado suficientes como para, llegado el caso, apartarse por el bien de sus partidos y, en última instancia, del propio país. De ello dependerá la correcta resolución o no de la actual crisis política.

