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Ignacio L. Balboa

Salud y Sanidad

Hay que persuadir a la ciudadanía de la conveniencia del esfuerzo en el cuidado del propio cuerpo.

Recordaba un foro organizado en Madrid por la Fundación Bamberg, hace ya algunos meses, donde conocí –entre otros señalados expertos en gestión sanitaria– a mi muy admirado y leído catedrático emérito de Sociología don Amando de Miguel, quien una vez más dio visibles muestras de conocimiento e ingenio lingüístico al señalar el error que a menudo cometemos usando como sinónimos las voces salud y sanidad. Y así, existe un Ministerio de Sanidad que convive, mal que bien, con algunas Consejerías de Salud y otras de Sanidad en las diferentes comunidades autónomas que conforman el Estado español.

Señalaba don Amando: "La salud es un bien individual, propio de cada ciudadano, mientras que la sanidad es un bien público, y, naturalmente, el funcionamiento adecuado de la segunda es tarea exigible a la Administración pública"; y que el sistema sanitario empieza a trabajar cuando la salud se pierde o deteriora, en un intento de restablecerla o restaurarla lo antes posible. Y puesto que existe una relación inversamente proporcional entre ambas –mayores cotas de salud se traducen en menores necesidades sanitarias–, con repercusiones sociales, económicas e incluso políticas de enorme magnitud, no estaría de más pararnos a reflexionar sobre la responsabilidad que cada uno de nosotros tenemos sobre el cuidado de patrimonio tan preciado cual es la propia salud, sobre la irresponsabilidad en la que incurrimos cuando maltratamos nuestro cuerpo y sobre las consecuencias nefastas de la utilización impropia de nuestro sistema sanitario cuando recurrimos a él, lo que acontece cada vez con mayor frecuencia a medida que cumplimos años.

Pareciera que la ingeniosa frase de don Francisco de Quevedo y Villegas, "la posesión de la salud es como la de la hacienda, que se goza gastándola, y si no se gasta no se goza", la hubiéramos asumido como regla de conducta; pero en lugar de gozarla y gastarla con mesura, la despilfarramos a manos llenas. Y es entonces, cuando la hemos perdido, cuando la echamos de menos, y todo nos parece poco a la hora de recuperarla, ¡cueste lo que cueste! Y el coste lo pagamos todos y no solo quien, irresponsable, egoísta e insolidariamente, violentó su cuerpo y dilapidó su caudal de salud.

Es claro que tales comportamientos, reprochables a todas luces, tienen mucho que ver con nuestra falta de educación en el cuidado del organismo –la cajita del cuerpo, que diría un castizo– y en punto a hábitos saludables; amén del más que probable desconocimiento de la enorme repercusión a la hora de prevenir –algunas voces apuntan que incluso eliminar– los males que más matan en los países desarrollados: cáncer y enfermedades cardiovasculares. Y es que, si fuéramos capaces de modificar nuestros hábitos sedentarios y modular nuestros excesos alimenticios –que provocan obesidad, diabetes y obstrucción de las arterias–, y de erradicar el tabaquismo, los excesos alcohólicos y el consumo de drogas, estaríamos contribuyendo a la consecución de niveles de salud difícilmente imaginables por el común de nuestros conciudadanos y a una drástica reducción de los costes sanitarios, que en algunas comunidades autónomas significan casi la mitad del presupuesto.

Para alcanzar tamaños objetivos es menester un enorme esfuerzo formativo e informativo, para persuadir a nuestros paisanos de la conveniencia del esfuerzo en el cuidado propio, a fin de no poner en grave riesgo la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y asegurarnos una mayor longevidad y una superior calidad de vida. Tal esfuerzo requiere voluntad política, planificación, recursos y trabajo a medio y largo plazo, siendo esto último lo más difícil, pues, para nuestro infortunio, la inmediatez es lo más caro a los poderes políticos, en su sempiterna pretensión de rentabilizar electoralmente sus logros –cuando estos existen– en el plazo de una legislatura.

La responsabilidad de nuestra sanidad es intentar con todos sus medios y recursos que recuperemos la salud perdida a la mayor brevedad posible; pero la nuestra –en tanto que ciudadanos, que no súbditos– es la de procurar no echarla a perder con comportamientos insanos. No vaya a ser que nos acaben aplicando el principio socrático que reza: "Si alguien busca la salud, pregúntale si está dispuesto a evitar en el futuro las causas de la enfermedad; en caso contrario, abstente de ayudarle". ¡Y cuidado, que en algunos países de nuestro entorno ya han empezado!

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