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Cristina Losada

El morbo del pasado

No es, por supuesto, la Segunda República tal como fue realmente lo que concita la nostalgia. Es la idea de que rompió, por una vez, con una historia maldita.

No es, por supuesto, la Segunda República tal como fue realmente lo que concita la nostalgia. Es la idea de que rompió, por una vez, con una historia maldita.

Es sorprendente que la II República goce de tan buena salud desde hace unos años. Lo curioso, en realidad, es que este revival sea reciente. Es en los últimos años cuando se ha hecho fuerte y clamorosa la vindicación del lustro republicano entre el común de la izquierda. Se le suele atribuir este fenómeno en exclusiva al empeño del expresidente Zapatero por colocar ese y otros episodios del pasado en el presente, al punto de plasmarlo en una ley de memoria histórica. Pero a Zapatero no se le ocurrió tal cosa porque no dejara de pensar en uno de sus abuelos. Las semillas ya estaban ahí, en un minoritario pero significativo impulso por revisar y condenar la Transición como un falso cierre de la dictadura y una puerta falsa a la democracia. Sólo había que regarlas para utilizar la vuelta al pasado en la batalla política presente.

Quienes vivieran el final de la dictadura y la Transición en la izquierda recordarán que había entonces poco interés por reclamarse del republicanismo encarnado en la Segunda. Es verdad que entre la militancia del PCE causó alguna conmoción el hecho de que Carrillo se presentara en su primera aparición pública con la rojigualda y no con la tricolor. Pero el asunto no pasó de ahí. Por lo demás, todo lo que estaba a la izquierda del PCE era revolucionario de una u otra confesión y, desde esa óptica, la II República no era más que una despreciable democracia burguesa. Si algo llamaba a la nostalgia era que no se hubiera podido aprovechar aquel momento para hacer la Revolución (la comunista, se entiende).

Cuando se leen los ditirambos a la II República que han escrito en el aniversario muchos políticos, por lo general en la breve forma del tuit, se pensará que aquel régimen fue una suerte de paraíso de izquierdas, traído por un festivo y maravilloso empuje popular, luego terriblemente truncado por los poderosos de siempre. Lo cierto, sin embargo, es que la Segunda no llegó a hombros de un movimiento de masas, aunque se celebrara en la calle el advenimiento, sino por el suicidio en varias fases de la Monarquía y el previo entierro de la Restauración. Y entre sus promotores, los de la República, había gentes tan de derechas como Miguel Maura, quien escribió de todo ello en Así cayó Alfonso XIII. No fue el único. Muchos políticos conservadores abandonaron el barco de la Monarquía y se pasaron al republicano.

La idealización de la II República resalta, sobre todo, al compararla con el menosprecio generalizado hacia la Restauración. No hay más que ver la buena prensa que tiene una y la mala prensa que tiene la otra. La de la República se presenta como una época bucólica, culta, honrada, progresista, dedicada a resolver los grandes problemas siempre pendientes y a favorecer a los desfavorecidos. En cambio, la Restauración suscita en cuanto se nombra, como un reflejo pavloviano, la imagen de un régimen corrupto, decadente, caciquista y entregado al pucherazo para sostener el sistema del turno. Estas visiones de caricatura son las que circulan, y hacen sospechar del que las asume que desconoce tanto la historia de la una como de la otra. Pero el contraste entre la visión de ambos períodos apunta a una de las claves de la atracción por la II República: la preferencia por la ruptura.

No es, por supuesto, la Segunda República tal como fue realmente lo que concita la nostalgia. Es la idea de que rompió, por una vez, con una historia maldita. Es la inclinación a hacer tabla rasa, empezar desde cero y resolver los problemas de raíz, en lugar de trabajar para mejorar lo existente. Y aquella idea con carga utópica lleva, además, un blindaje: si fracasa, la culpa está en otra parte, no en la naturaleza de la idea. El revival de la II República es un episodio más del sueño recurrente de lo que pudo ser y no fue. De eso que Ferrater Mora llamó el "morbo del pasado". Para sanarlo, dijo el filósofo barcelonés, "no hay nada mejor que reconocer que esa verdad tan simple: ciertas cosas habrían podido pasar, pero no pasaron. Nada más". En la Segunda República pasaron ciertas cosas que aquellos que hoy la vindican como modelo o las ignoran o las ocultan.

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