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Las zahúrdas de la Justicia

La diosa de la Justicia sabe muy bien de qué lado se inclina la balanza.

La diosa de la Justicia sabe muy bien de qué lado se inclina la balanza.

Si lo de zahúrdas les suena demasiado despreciativo, quédense en covachuelas, en sentina. La cosa empieza por la enorme afición de los españoles a los litigios. No es tanto por la satisfacción de ganar a un contrario, sino por el placer de que la otra parte pierda. España es el paraíso de los abogados. A algunos rábulas de moral más laxa les ha dado ahora por anunciarse, en contra de los usos establecidos. Es más, no pocos insinúan en la publicidad pactos de litis. Debe de ser la importación de la mala costumbre norteamericana por la que el abogado cobra una parte del beneficio que logra para su cliente. Representa una corruptela lamentable. No se sabe que ningún colegio de abogados haya perseguido estas prácticas.

En los periódicos de antaño existía una modesta sección de tribunales. Ahora constituye la primera plana de muchos medios. Asociamos ya la política a la delincuencia, llamada tímidamente corrupción. Abusamos de la calificación de presunto para todo individuo encumbrado, aunque sea más ladrón que Caco. Se ha desgastado el principio de presunción de inocencia. El político acusado de aprovecharse del erario (que siempre es público) debe dimitir al momento, lo que significa una pena antes de ser declarado culpable. A eso lo llaman "regeneración democrática". A cualquier cosa llaman chocolate las patronas.

La Justicia es injusta por otras muchas razones. Nadie duda de que hay jueces ejemplares, dedicados, equitativos. Pero el problema es estructural, es decir, en la base misma del sistema judicial se encuentra la injusticia. La prueba es que muchos jueces se adscriben ideológicamente a una u otra asociación, paralelas a los respectivos partidos políticos. No es de extrañar, pues, que la pregunta "¿qué juez te ha tocado?", hecha a un procesado o litigante, indique la probable prevaricación. La expresión banquillo de los acusados indica ya una lamentable falta de igualdad. El banquillo simbólicamente carece de respaldo, si bien es un mueble que va desapareciendo. Más grave es la llamada pena de telediario, por la que un acusado recibe la condena moral de la opinión pública o al menos del medio correspondiente. Dicha pena equivale moralmente a la picota donde antaño se exponía públicamente a los reos o sus despojos. La diferencia es que el telediario se produce antes del juicio propiamente dicho. Otra vez baila la presunción de inocencia.

A lo anterior debe añadirse el estatuto social tan privilegiado que tienen jueces y fiscales. El juez recibe el tratamiento de señoría (como los diputados), pero el acusado va solo con su nombre y apellidos. Durante mucho tiempo existió el delito de desacato a un juez, que no podía extenderse a otras autoridades. La cortesía democrática exige respetar las sentencias de los jueces, cuando todas las demás opiniones son debatibles. No se colige bien por qué los jueces son intocables a la hora de opinar sobre su proceder.

Se habla mucho de la crueldad con la que funcionan las relaciones personales en España. La crítica parece atinada. Pero no hay que descender al ejemplo de las corridas de toros. Son otros campos donde se desarrollan esas malas prácticas. El de la Justicia es uno de ellos. Con la particularidad de que el principio es el de una Justicia con los ojos vendados y una balanza en equilibrio para indicar su imparcialidad. Pero se sospecha que la diosa de la Justicia sabe muy bien de qué lado se inclina la balanza. Digamos que casi siempre se inclina del mismo lado.

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