Hasta hace unos días, no más de quince, es decir, hasta la merienda de negros del fin del sanchismo, un porrón de gente ponía velas en las iglesias para que Rajoy llegara al Gobierno con los apoyos que había podido reunir. Los argumentos en contra, incluso los más racionales, como por ejemplo que la oposición tendría fuerza suficiente para tumbar todas las iniciativas del Gobierno -todas significa todas-, no parecían amansar el deseo de que la legislatura empezar cuanto antes. Las razones de fondo que explicaban ese deseo eran básicamente dos. La primera, que más vale pájaro en mano que ciento volando. Con Rajoy investido se acababa la rifa. Ya se sabe: la conocida cantinela de lo malo conocido y lo bueno por conocer. La segunda razón era el miedo al incierto futuro. Mientras planeara sobre nuestras cabezas la amenaza de ver a Frankenstein en la Moncloa, la serenidad de ánimo no volvería ni al mercado, ni a los inversores, ni a las cancillerías, ni a la gente de orden. Era prioritario que el PP ocupara el palacio del poder para impedir que pudiera ocuparlo la izquierda montaraz apoyada por el independentismo.
Para acabar con esa doble incertidumbre, la de la provisionalidad cronificada y la investidura del monstruo, el argumentario que los trompeteros del sistema habían puesto en circulación articulaba todos los discursos oficiales: Gobierno cuanto antes para encarar problemas urgentes que no admitían demora y respeto a la voluntad de las urnas, obstinadamente empeñadas en decretar el fin de las mayorías absolutas y en exigir de los políticos pericia suficiente para buscar acuerdos sin trágalas, rodillos ni imposiciones. Ese era el paisaje dominante hasta hace dos semanas. Y, en medio de ese paisaje, la izquierda razonable, es decir, el PSOE, aparecía como un Judas constitucional que con tal de sentar a su jefe de tribu en el trono del banco azul mandaba a hacer gárgaras el modelo territorial (otrora unidad de España), el espíritu de 78 y la lealtad con Europa. Una suerte de clamor cívico, de rabia contenida entre los ciudadanos, se alzaba contra los socialistas y les exigía que apearan del burro a su secretario general para que el país volviera a la senda de la sensatez.
Pues bien: ahora Sánchez ya no está encaramado al burro y algunos esforzados de su partido han cogido del bocado al animal -al cuadrúpedo, no al bípedo- para llevarlo poco a poco, como pedía el porrón de gente que inundaba de velas las iglesias, al camino de la abstención. La operación descabalgadura ha sido tan aparatosa, ruidosa, cruenta y fratricida que el PSOE ha quedado partido en dos y por ese tajo ha comenzado a manar a borbotones buena parte del plasma electoral que le quedaba. El olor de la sangre ha llegado a las encuestas, que cantan ya el estertor definitivo del anémico moribundo, y después el canto de las encuestas ha llegado a oídos del poder, que ahora vislumbra una oportunidad pintiparada para recuperar en unas terceras elecciones su fortaleza perdida.
De repente, el argumentario de los discursos oficiales salta por los aires. Aquel Gobierno tan urgente tal vez no fuera en realidad tan urgente y aún puede esperar a que las urnas, en un súbito ataque de añoranza de las mayorías absolutas, se enmienden a sí mismas y digan diego donde por dos veces en nueve meses han dicho digo. El razonamiento ha cambiado. Ahora lo que se oye es esto: mejor un gobierno más estable, aunque más tardío, que una emboscada parlamentaria cada cuarto de hora. Tal vez sea bueno para España que aguardemos a que haya un gobierno más fuerte. ¡Hasta Federico me lo dijo el otro día en un pasillo!
De lo que se trata, al parecer, es de que volvamos a confiar en quien desconfiábamos -es decir, en Rajoy-, sin que el hombre haya hecho otra cosa para recuperar nuestra confianza que predicar el voto del miedo, postularse como la única opción razonable y obligar a su partido a defenderle con pasión de madre. Lo que se nos pide, si lo entiendo bien, es que aceptemos la cautividad del voto a que obliga el miedo justo en el momento en que hay más demanda de libertad entre los votantes españoles, que admitamos que el político con quien nadie quiere sentarse a hablar es el líder más adecuado para hacer frente a la exigencia de diálogo que reflejan las urnas y que aplaudamos las lealtades irracionales en los partidos cuando mayor es el descrédito de la "aparatocracia" que domina la vida pública. ¿Y de verdad eso es bueno para España?
Es posible que una mezcla de hartazgo, miedo y desilusión -!menuda fuente de legitimidad!- pueda acercar al PP, ayudado por Ciudadanos, a la mayoría absoluta. Pero si lo hace será a costa del hundimiento del PSOE y la emersión de una izquierda antisistema que pasará ocupar el papel de alternativa de Gobierno. ¿De verdad es eso bueno para España?
Puede ocurrir que el 18 de diciembre la aritmética parlamentaria sea más manejable, pero a cambio mandará a la abstención a cientos de miles de ciudadanos y sostendrá al gobierno con menor número de votos, en términos absolutos, de la historia democrática española. ¿De verdad eso es bueno para España?
Tal vez haya un presidente menos vulnerable tras una tercera consulta electoral, sí, pero después de haber dado por bueno el criterio de que los votantes se han equivocado dos veces en medio año y que sólo han acertado, a la tercera, cuando han dado la razón a los políticos incapaces de gestionar su mandato. ¿Eso es bueno para España?
Quizá sea todo un poco más fácil si dejamos que el reloj de la democracia vuelva a quedarse sin arena en el depósito superior, pero al precio de asumir que un año de interinidad, cuando la inacción es obligatoria -!el paraíso soñado de Rajoy!-, es suficiente para indultar a un gobierno que había merecido un fuerte castigo precisamente por instalarse en la inacción mientras estaba prohibida. ¿Puede la inacción redimir a la inacción? ¿Eso es bueno para España?
Los últimos gestos de Rajoy parecen indicar que no va a sucumbir a la tentación de cambiar el argumentario al que se ha aferrado con ahínco durante el último año para no incurrir en el mismo pecado que le ha achacado a Pedro Sánchez durante este tiempo: poner sus intereses particulares por encima de los generales. Es el primer gesto de patriotismo que le recuerdo en mucho tiempo y lo aplaudo con sinceridad. Si quiere el lugar en la vitrina de la historia que él cree que le corresponde, que gestione la realidad política que le ha tocado vivir -y que en gran parte él mismo ha provocado- con eficacia y sin atajos. Eso sería, en mi humilde opinión, lo verdaderamente bueno para España.
PD: Lo siento, Federico, esta vez no creo que tengas razón. Ojalá no haya terceras elecciones, aunque eso te cueste un pico en jamones.