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Xavier Reyes Matheus

Hispanoamericanos, si la CUP nos deja

Para quienes piensan como la CUP, los hispanoamericanos podemos aspirar a la dignidad de pueblo únicamente si representamos el papel de aborígenes.

Entre la cantidad de personalidades mundiales que han revelado su origen catalán gracias a las rigurosas investigaciones de los historiadores de la Generalitat no parece que esté, de momento, Simón Bolívar (el solar ancestral del Libertador se sigue suponiendo en Vizcaya. Lo cual, si no lo convierte en un payés, al menos no lo hace tampoco español: hay que concluir, pues, que era un euskaldún con acento venezolano, lo mismo que el señor Anasagasti). Pero como la gente de la CUP está empeñada en proclamar la República Bolivariana de Catalunya, hará bien en decirse que, a fin de cuentas, para ello nunca ha sido necesario contar con un Bolívar: basta con tener un Chávez. Si ponen en catalán el corpus de sabiduría acumulada en los muchos años de peroratas y aló-presidentes que regaló al mundo el caudillo de Sabaneta (¡Sabaneta suena muy catalán!), podrán apropiarse satisfactoriamente del inspirador fenómeno latinoamericano que hasta ahora no ha reparado en la lengua de Ramon Llull, si acaso, más que durante los recreos turísticos en los que sus jerarcas se habrán dejado caer por Andorra para actualizar la cartilla del banco. Y es que en eso sí que no conviene engañarse: para hacer una revolución bolivariana no hará falta el Bolívar y ni siquiera los bolívares, pero sí los dólares y los euros: muchos, muchísimos millones de ellos para pagar todas esas clientelas que el independentismo catalán se esfuerza también por asegurarse en el orden interno y en el exterior.

De una de aquellas performances de aliento homilético tan caras al Comandante Eterno salió, en 2004, la iniciativa de echar al suelo la estatua de Colón que desde hacía setenta años se erguía en un paseo de Caracas, nombrado ahora con el mismo motivo que ha propuesto la CUP para una vez que hayan derribado ellos el monumento de Barcelona: De la Resistencia Indígena. La idea implícita en este cambio va más allá del simple Diccionario Enciclopédico de Antónimos elaborado por el comisionado de Memoria Histórica de la señora Carmena, donde, si uno busca lo contrario de la voz Eduardo Aunós aparece Teniente Castillo, o Marcelino Camacho como opuesto de Muñoz Grandes. De lo que se trata la iniciativa contra el Colón del Portal de la Paz es de transformar el grupo escultórico en eso que suele llamarse, por remedo del inglés, un memorial: es decir, uno de esos monumentos que hay que visitar en silencio y con el sombrero en la mano, mientras nos asomamos a los abismos de la vileza humana y consideramos que nuestra especie (singularmente representada por algunos pueblos sedientos de rapiña y de poder) es capaz de las mayores atrocidades.

A mí, como nacido en el Nuevo Mundo, me conmueve hondamente saber que la culta Europa viene a mostrar sus respetos ante nuestra desgracia. Ahora bien: habida cuenta de que la nación hispanoamericana tuvo su origen en aquellos viajes de Colón, no me queda claro si nuestra existencia se deplora como parte del crimen histórico. Parece que se nos quiere hacer ver, a los seiscientos millones de personas que ahora constituimos la población del subcontinente, cuán inmoral es ostentar el gentilicio americano que sólo habría debido corresponder a los pueblos indígenas. Lo poseemos, según eso, más o menos como los kapos nazis poseían las piezas de oro que se robaban de las dentaduras despojadas a los que entraban en las cámaras de gas. Porque, en efecto, los demás pueblos a los que se les levantan memoriales merecen que se llore sobre sus tumbas; sólo Hispanoamérica sufre el insulto de que vituperen su cuna.

¿Qué opción hay entonces para los Pérez, los González, los García o los Rodríguez que, con genes de todas las razas y procedencias, han nacido en aquella parte del mundo? No, por supuesto, la de volverse a las tierras de origen de esos linajes, pues ya no pertenecen a ellas. ¿Entonces? ¿Tienen que lanzarse en masa por las cataratas del Iguazú, dejando como únicos pobladores de la región a las tribus aisladas de la Amazonía? Seguramente eso se esperaría que hiciesen, si no fuera porque la misma Europa que ha engendrado a los grandes genocidas también exporta, en compensación, esos benéficos doctores Dulcamaras capaces de administrar a las sociedades del mundo el elixir que les permita dar marcha atrás al tiempo y volver a la edad de la inocencia. Pero conste que atraer a los pueblos más lejanos a la profesión de tales credos adanistas no ha de entenderse como un proceso de aculturación, pues, aunque Marx haya nacido en la Renania, Lenin a orillas del Volga y Gramsci en la provincia sarda del Oristán, acogidos por un Evo Morales pasarían perfectamente por tres yatiris o chamanes aymaras. Ya se sabe, en fin, que a la conquista política y cultural se le da el nombre de imperialismo siempre que no la efectúe una potencia socialista, porque entonces habrá que llamarla solidaridad.

Así, pues, para quienes piensan como la CUP, los hispanoamericanos podemos aspirar a la dignidad de pueblo únicamente si representamos el papel de aborígenes y abjuramos de toda la corruptora influencia de la cultura occidental. Siempre que prefiramos la tribu y despreciemos el progreso –con todo lo que éste implica, desde la ciencia hasta la democracia representativa–, las izquierdas antisistema de Europa nos distinguirán con su reconocimiento en pago del bello y primitivo espectáculo que ofrecemos a sus ansias de anarquía y de barbarie. Podemos estar seguros de contar con ellas en cualquier iniciativa que se proponga devolvernos a la selva, al taparrabos y a la idolatría.

También según ellas, la obra de España debe ser juzgada con ese criterio que los conservadores, al fustigarlo, suelen calificar miopemente de fundamentalismo racionalista, y que consiste en interpretar la historia como si la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano fuera anterior a la aparición del Homo sapiens. Gran incomprensión es esa de creer que es la razón lo que se exalta con protestas que, por el contrario, sólo obedecen al berrinche voluntarioso de quienes pretenden acomodar a todo trance la realidad a lo que ellos querrían que fuese. Incluso la naturaleza responde, para estos radicales, a lo que esperan ver conformarse con su sentido de la justicia, y, según esta perspectiva, acordar la anestesia para el sacrificio de las reses no es extrema sofisticación de la sensibilidad moderna, conseguida con el paso del tiempo y con las transformaciones de la mentalidad moldeada por la compasión religiosa y por el civismo de raíz ilustrada, sino un derecho inherente a la dignidad de los animales, pues, como se sabe, anestesiarlos es lo que han hecho siempre en la sabana los depredadores antes de clavarles el diente. Con idéntica lógica, las izquierdas que claman contra el imperialismo castellano no conciben que España haya osado desembarcar en las tierras descubiertas con intención de conquistarlas, en vez de haberse retirado sigilosamente para no estresar a los nativos. Los Reyes Católicos hubiesen podido mantener como información clasificada la existencia de las Indias, tal como se supone que el presidente de los Estados Unidos guarda hoy el secreto de la vida extraterrestre; y es de creer que otras naciones europeas, al recalar por allí años más tarde, se habrían mostrado dispuestas a hacer lo mismo: sir Walter Raleigh a buen seguro habría permanecido indiferente a la tentación de El Dorado, y la Corona británica, calculando lo que el día de mañana iban a pensar de ella los concejales de la CUP, no se habría aproximado a América más que para dejar humanitariamente sobre la playa, a disposición de los indígenas, la vacuna de Jenner y la penicilina del doctor Fleming en los distintos tiempos de patentarse tales hallazgos (otra cosa es lo que entendieran los aborígenes que había de hacerse con eso, y el problema de dejarles un prospecto sin misioneros que hubiesen podido convivir entre ellos para descifrar sus lenguas. Bueno, nada –contestará la CUP: ya cada uno que se las arregle como pueda).

Pero, si una víctima siempre es una víctima y una invasión siempre es una invasión, pregúntenles a las izquierdas revolucionarias por los muertos hechos por ellas, y entonces verán que todo se vuelve circunstancia; que la opresión justifica todo, que hay oligarcas, burgueses, plutócratas, parásitos que sí merecen el exterminio; que todas sus guerras y guerrillas son de liberación. Pregúntenles quiénes han sido las FARC; qué clase de régimen es el cubano; cuál es la sangre que hizo correr el Che Guevara, y verán a la historia, entonces, transformada en una cosa compleja; en algo que no admite las condenas en bloque; en un entramado de acontecimientos que sólo los mojigatos creen poder juzgar con moralismos reduccionistas...

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