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Cristina Losada

Trump y el sistema corrupto

Una derrota de Trump en noviembre no será el fin de un mal episodio para los republicanos, sino el principio de otro. De otro 'reality show'.

Una derrota de Trump en noviembre no será el fin de un mal episodio para los republicanos, sino el principio de otro. De otro 'reality show'.
Donald Trump | EFE

Al término del tercer y último debate antes de las presidenciales de noviembre prácticamente ningún observador, salvo los más incondicionales, piensa que Trump ha conseguido remontar ni un milímetro la distancia en intención de voto que le separa de Hillary Clinton. Uno no se puede fiar del todo de las imágenes, pero a la vista del gesto y la actitud del candidato republicano al final del cara a cara, rodeado de su familia, se diría que él mismo es ya plenamente consciente de que la fortuna electoral no va a estar de su lado.

Trump se contuvo más que en los debates anteriores, pero aún así no pudo reprimir (o no quiso) el tipo de exabruptos que le han hecho célebre. Salidas de tono que él considera una manera de rebelarse contra la corrección política, de decir las verdades del barquero, pero que en un alto porcentaje de los casos sólo representan una rebelión contra los usos civilizados y contra la sustancia misma de un debate político. La personalidad es un factor, pero la clave más racional para explicar el tono de la campaña de Trump es otra: quiso evitar que la discusión tuviera contenido político concreto, sabedor de que en ese terreno tenía mucho que perder ante una política experimentada como Clinton.

Al escoger esa dirección, no iba Trump tan desencaminado. Ni la discusión razonada es lo suyo ni le servía tampoco para conectar con el tipo de votante que ha buscado: un votante indignado, soliviantado, que se siente marginado y traicionado por las elites, las políticas en especial, y que siente también que esas elites han pervertido y corrompido la esencia de América. Durante la campaña ha dicho muchas veces que el sistema está amañado, y en este debate sembró la duda sobre la limpieza de las elecciones que se van a celebrar. Preguntado si iba a aceptar el resultado, extraña pregunta, por cierto, dijo que ya verá, cuando llegue el momento, si lo acepta o no. "Voy a mantener el suspense", respondió al moderador.

La insinuación de que pueda haber fraude electoral ha quedado como uno de los peores dislates de Trump en el debate en cuestión. Pero está en consonancia con su discurso en la Convención del Partido Republicano. Y hay que recordar que también lanzó la especie de que la elite del partido quería quitarle la nominación con malas artes. De hecho, hubo intentos para evitar que Trump fuera el candidato, pero no cuajaron. El partido no se atrevió a vulnerar las reglas. Privar de la nominación al candidato que tenía los delegados necesarios habría provocado protestas y caos, un espectáculo que, dirigido por alguien como Trump, resultaba suficientemente disuasorio para los dirigentes republicanos.

La paradoja es que el partido se está encontrando y se va a encontrar con todo aquello que quiso evitarse al renunciar a oponerse a Trump. Como ha escrito Ross Douthat, "si lo que temían era una guerra de republicanos contra republicanos, de conservadores contra conservadores", ya la tienen. Si lo que temían era una derrota, es altamente probable que la tengan también. Y si su mayor miedo era que Trump despotricara contra la Convención por robarle la nominación, ahora tendrán a un Trump proclamándose víctima de un fraude electoral, de un tongo preparado por el establishment, igual republicano que demócrata, para hurtarle la Casa Blanca. Una derrota de Trump en noviembre no será el fin de un mal episodio para los republicanos, sino el principio de otro. De otro reality show.

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