Desde que la oposición arrasara en las elecciones legislativas de diciembre del año pasado, la ofensiva del chavismo para impedir el funcionamiento normal de las instituciones en manos de los demócratas no ha hecho más que cobrar intensidad. La amenaza de un referéndum revocatorio para destituir al sátrapa Nicolás Maduro ha hecho que el régimen chavista active todos sus resortes para evitar una consulta que tendría como indudable consecuencia la destitución del tirano más ominoso e infame del continente americano –con permiso de sus execrables padrinos cubanos–.
Nicolás Maduro, el fantoche de Hugo Chávez, está dispuesto a provocar un conflicto civil de consecuencias imprevisibles con tal de no abandonar el poder. Es la única manera que se le ocurre para evitar hacer frente a las tremendas responsabilidades que se derivan de los crímenes y desmanes perpetrados por las más altas instancias del régimen durante su mandato, por no hablar de su incompetencia escandalosa, que está sumiendo el país en el más absoluto caos.
Este domingo, mientras la Asamblea Nacional debatía la suspensión del referéndum revocatorio, una turba de chavistas irrumpió con violencia en la sede de la soberanía nacional venezolana para intimidar y agredir a los diputados opositores. Con ese asalto tan propio del fascismo rojo que devasta Venezuela desde hace tantos años ya, el chavismo ha dado la enésima vuelta de tuerca a su tiranía y colocado el país caribeño en una situación explosiva, en la que puede suceder cualquier cosa. De ahí que resulte estupefaciente que el papa Francisco haya concedido una audiencia privada y bendecido al criminal Maduro, el peor enemigo del pueblo venezolano, por el que tanto dice preocuparse el Sumo Pontífice.
En clave española, nunca se ha de dejar de recordar las vinculaciones de los cabecillas de Podemos con el sanguinario régimen chavista, ni de tener bien presentes los siniestros paralelismos que pueden establecerse entre el asalto a la Asamblea Nacional venezolana y los asedios al Congreso que se han jaleado y se jalean aquí en España. A uno y otro lado del Atlántico, la extrema izquierda liberticida es una enemiga jurada de las libertades y una amenaza formidable para la convivencia, de ahí que sea un deber elemental denunciarla como lo que es e impedirle que dinamite las instituciones.

