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Antonio Robles

Él nunca lo haría

También hay seres humanos a la altura de los perros, como Pau.

A principios de los noventa del pasado siglo salió una campaña contra el abandono de animales de compañía con un lema mínimo y una verdad hiriente: "Él nunca lo haría". La evidencia la contrastaba la fotografía de un perro indefenso y desorientado sobre la línea continua de una recta de carretera. El rechazo al abandono tomaba cuerpo en la crueldad de la imagen.

Efectivamente, un perro jamás abandona a su amo. Su lealtad, su cariño, en cualquier circunstancia, forman parte de su naturaleza. Los valores que solemos atribuir a la humanidad, en realidad deberíamos atribuirlos a los perros y descatalogarlos de la naturaleza humana por contradecirlos con sus actos.

Pareciera que la honestidad, la lealtad, la sinceridad, el amor incondicional al ser querido sólo están presentes en la imaginación de los poetas y sus obras literarias. Un mundo del deber ser que sirve para educar, pero también para constatar que el ser humano está sobrevalorado. Por doquier se sirve de valores hermosos para lograr confundir al resto de sus verdaderos objetivos. A menudo espurios. El perro no. Este animal jamás abandona al amo, ni lo cambia por otro. Sea éste rey o mendigo. A cambio solo pide ser acogido, tener un lugar donde asegurar el perímetro de los suyos. Daría su vida por ello.

¿Qué ser humano muestra esa nobleza y lealtad incondicionales? ¿Cuántos hombres aseguran ese grado de compromiso y sinceridad con sus compañeros de trabajo, de ideas o proyectos vitales? Echen una mirada a la política y salgan corriendo. Sin mirar atrás, no sea que la cloaca les ahogue con su hedor.

Ha muerto Kity, la perra de mi amigo Pau, hija de mil leches, callejera, mestiza, con sangre de lobo, a medio camino entre podenco y mastín. También hay seres humanos a la altura de los perros, como Pau. Se le murió hace dos días en los brazos. Con la voz quebrada me transmitía el vacío inmenso que le había dejado. "Allí estaba siempre, tras la puerta, esperando a darte la bienvenida, y tú cuidando de abrirla con calma para no dañarla. Omnipresente, callada, acostada a mis pies cuando trabajaba, sin molestar, paciente hasta que olfateaba que ya podías jugar con ella. Me seguía a todas partes, me defendía ante cualquier intruso, incluso ahora que ya casi no se puede tener en pie".

Estos últimos meses me ha impresionado la humanidad de Pau con su perra. Varias operaciones, noches sin dormir; le había construido un artefacto para que pudiera comer y beber de pie, pues de otra manera se ahogaba. La llevaba a todas partes, la cuidaba con mimo, como se cuida a tu madre desvalida por los años y la cercanía de la muerte. Una auténtica demostración de humanidad a la altura del alma de estos animales.

Ahora que nuestros abuelos son abandonados a su suerte tantas veces por sus propios hijos, o recluidos en residencias para evitar su presencia, la entrega de Pau por su perra nos congratula con la humanidad y cuestiona en parte la sentencia pesimista de Schopenhauer: Cuanto más conozco a los hombres, más amo a mi perro.

P. D. En reconocimiento, esta vez, a la humanidad no sólo de los perros, sino de amos como Pau.

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