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Sobre lo difícil que resulta emitir opiniones propias

Gran parte de las apreciaciones que emitimos libre y espontáneamente son copias más o menos conscientes.

Parece redundante hablar de opiniones propias. ¿De quién van a ser, si no? Sin embargo, gran parte de las apreciaciones que emitimos libre y espontáneamente son copias más o menos conscientes. Llama la atención esa cláusula de "a mi juicio" que antecede a lo que pretende ser original y no suele pasar de un lugar común. Realmente, una vez más, se trata de una importación del inglés. En la cultura anglosajona hay que ser comedido al declarar pareceres y comentarios. Como es sólito, las personas más influidas por las muletillas del inglés no suelen saber una papa de ese idioma.

Con la ingente difusión de las llamadas redes sociales, se ha impuesto la creencia de que cualquiera puede opinar sobre cualquier cosa. De ahí lo devaluada que está la profesión de los escritores, intelectuales, comentaristas. La verdad es que, en un mundo tan complejo como el nuestro, no es fácil que una persona, aunque sea experta, tenga claras las múltiples relaciones entre los hechos significativos. Se entiende, significativos para la buena marcha de la sociedad. Con mayor razón, parece un tanto pedante pretender que cualquiera pueda enjuiciar con cierta objetividad este o el otro asunto de interés público.

En muchos programas de opinión, radiofónicos o televisivos, se ha impuesto últimamente la pauta de dejar un espacio para los juicios de los oyentes o los espectadores. Ignoro con qué criterio se seleccionan los mensajes, pero el resultado suele ser descorazonador. Las apreciaciones del público anónimo no pasan de repeticiones de lo que se sabe, con el picante a veces de expresiones lenguaraces, cuando no abiertamente insultantes. Por lo visto, eso satisface a la audiencia. Peor para ella. En los periódicos de papel, los tradicionales, se reservaba un espacio para las cartas al director, pero se seleccionaban bien para que tuvieran interés. Estos tuits de ahora resultan insoportables; hablo en general. El anonimato de las redes sociales ha propiciado que abunde la desfachatez, el juicio tabernario, la vulgaridad. Todo eso se podría pasar si al menos cundiera la originalidad, pero por ahí tampoco se ve un gran aliciente.

No sostengo que el comentarista deba pretender la originalidad a toda costa. A veces las consideraciones de sentido común suelen ser bien recibidas. La clave está en que las opiniones que se sostienen para el público no respondan por necesidad a los intereses del que las suscribe. Por eso mismo tienen poca chispa las declaraciones de los políticos. Lo que manifiestan en discursos y entrevistas es lo que tienen que decir para mantener sus puestos. Lo que me extraña es que tantos medios acudan al continuo expediente de emitir las revelaciones de los políticos. Suelen ser aburridas por interesadas, por estar previstas.

El atractivo de un comentario periodístico o equivalente reside en que, a través de él, los lectores, oyentes o espectadores se vean incitados a pensar. No es una operación tan automática o tan fácil como parece. La mayor parte de las opiniones que nos llegan al intelecto apenas lo excitan. Lo difícil y productivo no es que nos cuenten lo que pasa, pues ya lo sabemos, aunque solo sea superficialmente, sino qué relaciones se establecen entre los acontecimientos. Esa es una tarea ardua que exige una gran preparación y una experiencia de años. Lo malo es que ahora no se valora mucho la acumulación de conocimientos a lo largo de mucho tiempo. Al igual que en el deporte profesional, en los medios donde se expresan opiniones lo que cuenta es la juventud. Será un divino tesoro, pero no para opinar. En cuyo caso no paso de responder al interés que determina la fecha de mi nacimiento. No soy una excepción a mi crítica.

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