Soy poco partidario, bien lo sabrá quien me conozca, de pronunciamientos terminantes, pero aun así, y quizá por eso, formulo el presente con mayor contundencia, y termino el enunciado de estas líneas diciendo que, cuando el ciudadano reclama orden, el gobernante debe dimitir. El orden público, el imperio de la ley y la protección de los derechos humanos son funciones que, con escasas discusiones, llegan a justificar la existencia de un gobierno que cumpla su misión.
Casi todo lo demás puede ser, y de hecho es, objeto de debate. La sanidad – especialmente la asistencia sanitaria– puede ejercerse tanto por el sector público como por el sector privado; con toda probabilidad, será en este último caso cuando se ejerza con mayor eficacia en beneficio de todos los ciudadanos.
La educación, bastaría salir de la vetusta Europa para ver que –sobre todo la superior– recibe la más alta consideración, tanto en la creación científica como en la formación de los jóvenes, en las instituciones privadas, y sólo marginalmente en el sector público; siendo la actividad privada la que se sitúa en cabeza, teniendo una enseñanza de calidad.
Hasta la impartición de justicia entre contrapartes, función que ya en Adam Smith se confiaba al Estado –al Soberano –, cada día más se está desplazando a la mediación arbitral, por rapidez y por inferior coste. Allá queda el reducto de defender la dignidad del soberano, de defender la nación de las agresiones enemigas, el orden interno y la tutela de la Ley, como algo que es propio del Estado y de muy difícil sustitución.
Por ello, cuando en la sociedad cunde el desorden, cuando el ciudadano ve atropellados sus derechos, mientras las autoridades que pueden ponerle freno sonríen, porque piensan que ya era hora de que cada cual hiciera lo que le viniera en gana, el gobierno que no ejerce sus funciones debe de dimitir y, caso de tibieza en ello, hay que sustituirle por el procedimiento adecuado.
La verdad es que desde las últimas elecciones locales, autonómicas y generales, lo que no cabe decir es que la situación genere sorpresas. Cuando las ideologías antitodo – salvo antidictaduras que les gustaría implantar– ocupan el poder, quien lo ejerce protegerá aquello por lo que siempre clamó. Por eso, a los que hay que silenciar es a los que reclaman orden y protección.
¿Cuál es la actuación de las autoridades frente a lo que viene llamándose turismofobia, que bien podría acabar en turismofagia? Sí, porque el nivel de salvajismo así permite pensarlo. A la alcaldesa Colau parece no importarle, porque tienen derecho a expresar su opinión. Nada hacen tampoco otros munícipes – Baleares, Valencia…– que quizá esperen el fin del verano.
Que Exceltur pida al Gobierno la protección al ejercicio de su actividad turística es la peor imagen de una nación democrática. Mientras, se añora el estalinismo soviético, el castrismo cubano o el maoísmo chino…
¡Las elecciones no eran una broma! Está demostrado.

