España tiene alma, un alma profunda y arraigada que cuando ve su cuerpo en peligro aflora con fuerza para defenderlo. Así ha ocurrido cada vez que su integridad ha sido atacada. A lo largo de la historia, el espíritu de pertenencia a una patria común nos ha impulsado a defendernos de los que sucesivamente han intentado dominarnos. Desde los árabes, a los que logramos expulsar tras ochocientos años de tenaz voluntad, hasta los franceses, ante cuya invasión fue el pueblo quien se rebeló. También nos hemos enfrentado entre nosotros -muchas veces por desgracia y también en Cataluña en 1640- pero desde la etapa contemporánea, nuestras terribles luchas fratricidas nunca lo han sido para separarnos sino para tratar de imponer visiones contrapuestas. Austrias o Borbones, liberales o carlistas, golpes de Estado, revoluciones, convulsiones de todo tipo han jalonado nuestra historia y, a pesar del daño que causaron, quienes promovieron esos episodios lo hicieron en aras del bien de la Nación. Siempre. Aunque estuvieran equivocados. Hasta que llegaron los nacionalistas.
Los nacionalistas han sembrado una discordia mucho más peligrosa porque alcanza a la pura esencia del ser de España. No discrepan en el enfoque, en el qué hacer o el cómo hacer, teniendo como marco natural e indiscutido a la Nación española. Ellos discrepan en el fondo, en la propia existencia de la Nación, no quieren el bien común –sea por el camino que sea- solo quieren el suyo propio. Pretenden destruir nuestro propio ser. Por eso son el cáncer más peligroso que nos puede atacar. Y por eso es imperativo e insoslayable atajar su propagación sin permitir que crezca y se fortalezca.
Sin embargo, hace muchos años que España padece un nacionalismo feroz y traicionero al que los sucesivos gobiernos han dado alas irresponsablemente a cambio de mezquinos intercambios de intereses cortoplacistas. No se molestaron en prever o calibrar lo que ocurriría, y ahora lo tienen enfrente, poderoso y retador, lanzando un órdago ante el que no saben cómo reaccionar. Un órdago infamante que creen que pueden ganar porque han ganado ya muchas partidas hasta llegar aquí. Y quizá sus cálculos hubieran sido acertados si sólo hubieran tenido que seguir avasallando a un Gobierno pusilánime. Pero se han topado con el pueblo español. Se han topado con el alma de España que vive en cada uno de sus hijos; esos hijos que tantas veces se han peleado entre sí pero que siempre han sabido que su casa es la de todos; esos hijos que, aunque la quieran de distinta manera, lo primero que quieren es que su patria exista. Y por eso, los españoles catalanes, apoyados por los del resto de España, salieron el domingo a la calle, a proteger su casa, a proteger su ser. Y por eso se pusieron delante de los gobernantes para marcarles el camino, para decirles que ellos, que nosotros, los que fueron, los que somos y los que serán, conformamos esta Nación imperfecta pero fuerte, mucho más fuerte de lo que muchos pensaban. Y si ese Gobierno, esas instituciones, no son capaces de cumplir el mandato fundamental de preservar nuestro ser, los españoles se lo reclamaremos también a ellos, al igual que lo hemos hecho a lo largo de la historia cada vez que nuestros dirigentes no supieron estar a la altura de los acontecimientos. Como ocurrió con Godoy.