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Arriola o el santo temor al error

La salida de Pedro Arriola cierra una larga etapa del centro-derecha configurada por una rendición progresiva al consenso socialdemócrata y un acomplejamiento pusilánime frente a los separatistas.

La salida de Pedro Arriola cierra una larga etapa del centro-derecha configurada por una rendición progresiva al consenso socialdemócrata y un acomplejamiento pusilánime frente a los separatistas.
Pedro Arriola | EFE

Es bien sabido que el que no dice nada es porque ya lo ha dicho todo o porque no tiene nada que decir. Así, el silencio sistemático puede ser muestra de una gran sabiduría o del más desolador vacío mental. De igual forma, el método infalible para no equivocarse es mantenerse en la inacción, no tomar decisiones, no impulsar medidas, flotar en la pasividad letárgica mientras los acontecimientos se suceden y el tiempo transcurre inapelable. Este recurso a la pasividad como norma también impide acertar, lo que disminuye enormemente la posibilidad de mejorar las cosas y convierte la vida en un largo tedio sólo interrumpido por sucesos inesperados que, al ser recibidos con una impavidez inalterable, pronto quedan sepultados por el correr de las hojas del calendario hasta el siguiente sobresalto, que tampoco debe provocar innecesarias subidas de la presión arterial, y así sucesivamente. Semejante enfoque vital aplicado a la política es uno de los componentes destacados de la técnica conocida como el arriolismo, en honor a uno de sus practicantes más conspicuos en nuestro país, estratega áulico y demóscopo de cabecera de los dos últimos presidentes del PP y también durante largos períodos del Gobierno, José María Aznar y Mariano Rajoy. Después de asesorar a la gran formación de centro-derecha al más alto nivel a lo largo de casi tres décadas, el nuevo jefe de filas del partido azul ha prescindido de los servicios del que había asumido la función de estructura pensante de la organización –elaboración e interpretación de encuestas, redacción de discursos, diseño de la línea de comunicación, consultor en situaciones de crisis y demás tareas propias de un sociólogo de familia–, siempre presto a pergeñar un texto, a cocinar un sondeo o a pontificar sobre la opción óptima en caso de duda. Curiosamente, su "cliente", como él lo denominaba con afecto no exento de frialdad profesional, no era el PP como persona jurídica, sino su presidente de turno como persona física, con el que despachaba directamente en frecuentes conciliábulos celebrados con extrema discreción.

Otro elemento definitorio del arriolismo, además de la inagotable confianza en el tiempo como solución a todas las dificultades, ha sido un evidente escepticismo respecto a la necesidad de una base ideológica para ganarse al electorado. El motivo de este desprecio a la apelación a principios, a la defensa de valores o a dotar de un fundamento ético a los programas políticos no ha quedado claro si obedece a una concepción amoral de la existencia o a un desconocimiento oceánico en los campos de las Humanidades, de la Historia y del mundo del pensamiento occidental en general. Es obvio que a un cocinero cuyo horizonte se limita a las ensaladas de lechuga y tomate y a las tortillas de patatas no se le puede exigir que prepare un canard à l´orange. La experiencia ha demostrado hasta la saciedad que en las modernas democracias el voto es con frecuencia más emocional que racional –véase el actual drama en Cataluña– y que reducir el discurso a cuestiones estrictamente prosaicas con ausencia de registros morales o sentimentales suele conducir al fracaso en las urnas. El hecho de que los estudios de opinión apunten en este momento a una pérdida de cien escaños por parte del PP respecto a su mayoría absoluta de 2011 es una prueba más de este aserto. Yo acuñé hace tiempo un aforismo que seguramente no es original, pero que es fácilmente comprobable: si se sacrifican las convicciones a los votos, se pierden los votos y las convicciones. Impermeable a esta verdad, Pedro Arriola ha orientado invariablemente a sus dos "clientes" hacia el aséptico páramo del más descarnado pragmatismo, aunque hay que reconocer que en este terreno Rajoy fue más receptivo que Aznar. El clímax del deshuese ideológico del PP se produjo cuando en dicterio memorable Rajoy invitó a conservadores y liberales a marcharse de un partido caracterizado curiosamente por ser liberal-conservador. Esa fue efectivamente la apoteosis del arriolismo y el anuncio del declive imparable de las siglas a las que en teoría nutría con su sabiduría.

La razón que ha impulsado a Pablo Casado a prescindir de Arriola es una mezcla del agotamiento –que no de la fatiga, porque el procedimiento arriólico no implica desgaste neuronal ni muscular– de su recorrido, tras tantos años de constante afán en bloquear cualquier signo de vitalidad o de ambición en el PP y de la constatación de que el trasvase de papeletas que se anuncia a Ciudadanos, mucho más vigoroso en su compromiso con la Constitución, la unidad nacional y el imperio de la ley, empieza a ser alarmante.

La salida de Pedro Arriola cierra una larga etapa del centro-derecha en España configurada por una rendición progresiva al consenso socialdemócrata, un acomplejamiento pusilánime frente a los separatistas y una renuncia indolente a consolidar una sociedad auténticamente abierta. Recuerdo una sesión de análisis que nos ofreció a los candidatos del PP de Cataluña en la pre-campaña de las autonómicas de 1995, en la que, después de una larga y soporífera exhibición de datos estadísticos, nos instó a concentrar nuestro fuego dialéctico sobre el PSC y a tratar con suavidad a la Convergencia de Pujol, entonces en la cumbre de su poder. Hicimos, como es natural, exactamente lo contrario y pasamos de siete a diecisiete escaños. Sus instrucciones obedecían, por supuesto, a consideraciones que no guardaban ninguna relación con alcanzar un buen resultado, sino a cálculos prácticos siempre dentro del marco de su forma de entender la política. Los acontecimientos posteriores demostraron que su receta estaba concebida para el corto plazo y que en el largo arrastraría a la Nación al desgarro que ahora padece.

Si bien Pablo Casado ha jubilado a Arriola, no es seguro, por lo que estamos viendo, que esté dispuesto a abandonar sin vacilaciones ni medias tintas su letal doctrina. Si lo hace, tendrá alguna probabilidad de éxito; si sigue prisionero de su paralizante cautela, Ciudadanos devorará lo que queda del PP. Y no será porque no se le haya avisado.

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