Los altos cuerpos de funcionarios han sido el contrapunto de estabilidad y honradez que ha acompañado a las erráticas contingencias de la política española contemporánea. Frente al despotismo y la arbitrariedad, dominantes en todos los regímenes políticos del último siglo, la permanente selección de los abogados del Estado y otros cuerpos ha supuesto el triunfo de la competencia técnica.
A la lista de los altos cuerpos, inspirados en el modelo francés, durante el franquismo se añadió el de los economistas del Estado. Era lógico, dado el fenómeno del inusitado desarrollo económico, que dio legitimidad de ejercicio al segundo hemistiquio de la cuarentena franquista. El precedente fue el cuerpo de técnicos comerciales del Estado. Tan notable fue el espíritu de neutralidad que se dio el caso de que ganara la oposición a ese cuerpo un eminente personaje al tiempo que era dirigente del Partido Comunista de España en la clandestinidad. Con ese título y el de catedrático colaboró en los Planes de Desarrollo de los años 60. Sin esa paradoja no puede entenderse la peculiaridad del régimen franquista. Fue un progreso entender que la Administración Pública era algo más que relaciones jurídicas; intervenían cada vez más los aspectos económicos.
Durante la llamada Transición (se entiende, hacia la democracia), los altos cuerpos han sido una isla de competencia profesional en el océano de corrupción propiciado por el sistema de autonomías regionales. La prueba es que los escándalos de corrupción se han dado sobre todo en las autonomías regionales. Por desgracia, no hubo oportunidad de completar la serie con la fundación del cuerpo de sociólogos del Estado, aunque bien podrían haber recibido otra denominación.
De ser una actividad profesional minoritaria, vista con recelo por el franquismo oficial, la democracia ha permitido egresar a cientos de licenciados en Sociología cada año. Los primeros sociólogos profesionales se formaron en el extranjero o al amparo de las cátedras de Derecho Político y similares. El desproporcionado crecimiento del plantel de sociólogos no ha supuesto siempre una mejora de la formación. En consecuencia, las licenciaturas en Sociología (cuya especialidad ahora se imparte en docenas de facultades) han dado lugar a salidas profesionales que poca relación mantienen con el currículum académico. Tampoco ha cuajado la lógica salida profesional que hubiera sido impartir la asignatura de Ciencias Sociales en el Bachillerato. Ha sido una lástima la ocasión perdida de crear el cuerpo de sociólogos del Estado. Habría significado el necesario complemento para dar sentido pleno al siempre difuso Estado de Bienestar. Añádase la anomalía de que muchos de los más influyentes analistas de encuestas electorales no han recibido la completa formación académica en sociología o ciencia política.
Pasó sin gloria la moda intelectual de la sociología como una especie de vademécum del marxismo vulgar al uso de los revolucionarios de salón. Ahora ha sido sustituida por otro estilo igualmente plúmbeo, una especie de psicologismo esotérico de imposible comprensión por el público profano. No se sabe en qué pueda terminar el experimento. Desde luego, no es la mejor recomendación para que pueda formarse un cuerpo de sociólogos del Estado. Es lástima la ocasión perdida, pero no será la única en el cultivo del árbol de la ciencia en España, con más hojas que frutos. Definitivamente, la ciencia no es lo nuestro; menos aún en el territorio de la sociedad como objeto de estudio.

