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Cristina Losada

Podemos, sociedad limitada

Todo lo que le queda a Iglesias ahora es la conspiración. No el reconocimiento de errores, y menos el de Galapagar.

Todo lo que le queda a Iglesias ahora es la conspiración. No el reconocimiento de errores, y menos el de Galapagar.

Hace poco, alguien de la política, no recuerdo quién, dijo que la diferencia entre los políticos del siglo XX y los del XXI (para bien de estos últimos) era que los primeros pensaban que todo era posible, que la política no tenía límites a la hora de lograr lo que se proponía, mientras que los segundos no. Mi impresión es justo la contraria. Para empezar, claro, no veo que se pueda atribuir al cambio de siglo un cambio en la forma de hacer o pensar la política. Si lo ha habido, no es porque pasásemos del año 1999 al 2000. Hay un tufo milenarista en esa atribución al cambio de siglo de cambios políticos o sociales profundos, aunque suele tener una utilidad muy simple: reforzar la idea de que el político que la formula está en sintonía con lo que piden los nuevos tiempos, mientras que los demás, pobre gente retrasada, se han quedado en el siglo anterior.

No es posible meter en el mismo saco toda la política del siglo XX. Los comunistas y otros totalitarios no veían límites a la acción de la política. Todo su actuar se dirigía a forzarlos, y a forzar, por tanto, a los seres humanos, al punto de exterminarlos si hacía falta. Y siempre hacía falta. Pero en las democracias era otra cosa. Al pensar en políticos europeos desde la mitad hasta el final del s. XX, en los que llegaron a tener un papel de primer orden en los destinos de su país y del concierto europeo, lo que destaca es que no eran unos novatos. Tenían madurez y experiencia. Mejores o peores políticos, eran hombres y mujeres que habían podido aprender los límites de la política en su larga trayectoria en ella. Es de suponer que conocían también los propios.

En España, uno de los más llamativos efectos políticos de la gran crisis, aunque se dejó sentir antes, ha sido el surgimiento o resurgimiento del político ilimitado. El que no acepta que la acción política está limitada y debe estarlo, y tampoco conoce sus propios límites. Suya es la promesa de que todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos, y suyo el adanismo de la tabla rasa. El ejemplo más claro de esa nueva política, si dejamos la especificidad separatista al margen, es el partido Podemos. Su propio nombre incluye la apelación a lo ilimitado: Podemos, sí se puede, todo es posible con la fuerza de la voluntad (política). Por momentos, lo de ese partido linda con los manuales de autoayuda, quizá actualizados ahora en el coaching, y puede que no sea casualidad la coincidencia. A fin de cuentas, el mensaje de que no hay límites a lo que uno se proponga se difunde en muchos ámbitos no políticos y es lema publicitario habitual. Pero, mantras de autosugestión aparte, la visión voluntarista e ilimitada de la política conduce a verdaderos desastres.

Podemos y su principal figura, Pablo Iglesias Turrión, crecieron en la siempre fértil tierra imaginaria en la que no hay límites ni restricciones a la acción política. Crecieron, pero no maduraron. Se lo impedía esa concepción de la política, que en su caso reunía lo de la autoayuda con Lenin, pasando por el caudillismo populista de sus padrinos sudamericanos. Así que, enfrentados a los dilemas propios de la política democrática, fallaron con estrépito. Como cuando decidieron no permitir la investidura de Sánchez en 2016, tras el acuerdo del PSOE con Ciudadanos. Es significativo que hoy, cuando Iglesias preside el naufragio, haya vuelto a vindicar aquella monumental pifia como un acierto. Peor aún: como la prueba mágica de la pureza podemita que puso sobre aviso a los enemigos, que entonces se habrían conjurado para destruir Podemos.

Todo lo que le queda a Iglesias ahora es la conspiración. No el reconocimiento de errores, y menos el de Galapagar, sino la invención de una gran conjura para acabar con el partido. Prácticamente una conjura internacional, porque el exprofe de Políticas primero sitúa las miserias de su partido en el gran tablero. "Vuelve la geopolítica del miedo", dice. Se infiere que, frente a esos tremendos conflictos militares que pronostica para las dos próximas décadas, la salvación también es él. Que tomen nota: se le necesita durante veinte años. No es la primera vez que Iglesias y Podemos –o Iglesias para controlar Podemos– agitan el espantajo de la conspiración para mantener prietas las filas. La gracia es que en esta conjura anda metido Errejón. No lo dice así Iglesias, pero lo quiere decir. Y lo quiere decir cuanto más aparenta decir lo contrario: "Íñigo, a pesar de todo, no es un traidor". Luego lo es, a pesar de todo.

La pureza de Podemos ha dado lugar a una realidad sucia: es una sociedad limitada, y limitada a una pareja. Este es el quid de la cuestión. Del naufragio y el sálvese quien pueda. Un liderazgo ilimitado, pero limitado a dos, Iglesias y Montero. Aunque la paradoja no es tal. La política que no conoce ni acepta límites, que pregona que todo se puede, tiende a producir liderazgos así. Y el caudillo nunca se equivoca. Sólo que Iglesias se ha equivocado de país.

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