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Jesús Laínz

La perversión del derecho a decidir

Han conseguido vencer por aburrimiento a quienes están dispuestos a admitir que lo único que al final cuenta es la voluntad de la mayoría.

Los resultados de las elecciones generales han vuelto a evidenciarlo. Dado el perpetuo éxito electoral de los separatistas vascos y catalanes, se oyen por ahí algunas voces que, resignadas desde la derecha y encantadas desde la izquierda, admiten que el problema quizá no tenga solución y que, antes o después, habrá que aceptar que vascos y catalanes decidan unilateralmente la secesión siempre que vote a favor de ella una mayoría cualificada. Sobre dicha mayoría este gurú propone un porcentaje, aquel gurú propone otro diferente y el de más allá, otro, como si se tratasen de magnitudes determinables científicamente.

Pero, si pusieran en sus manos durante cuatro décadas la maquinaria totalitaria de adoctrinamiento masivo de la que gozan los separatistas gracias al Estado de las Autonosuyas, este mediocre juntaletras se compromete a convencer a vascos y catalanes de que son alienígenas mutantes. Y una vez creada la nueva nación mediante la agitación de tan especial identidad colectiva y de los derechos históricos de ella derivados, les convocaría a que decidieran en las urnas la separación de España, la anexión de Tailandia o su incorporación al orden de los coleópteros. Las masas nunca tienen opiniones propias; siempre opinarán lo que los ingenieros ideológicos de cada lugar y época decidan que tienen que opinar. Sólo es cuestión de televisión y tiempo. No hay más que ver TV3.

Abandonados los mil argumentos constitucionales, históricos, económicos y morales que demuestran la absurda pretensión de los separatistas, éstos han conseguido vencer por aburrimiento a quienes están dispuestos a admitir que lo único que al final cuenta es la voluntad de la mayoría: los catalanes y los vascos tendrían derecho a la independencia porque la mayoría de ellos insiste en quererla. Otro inmenso absurdo. Responda con sinceridad, democratísimo lector: si una mayoría desease reinstaurar el delito de adulterio, la incapacidad de la mujer para enajenar sus bienes sin autorización del marido, la pena de latigazos, la hoguera para los homosexuales o la esclavitud de los negros, instituciones todas ellas de milenaria tradición y enraizadas en los textos jurídicos y religiosos fundacionales de nuestra civilización, ¿tendrán derecho a decidirlo en las urnas mediante el voto de la mitad más uno?

Sigamos con eso de la voluntad. Mediante un singular paralelismo, algunos que se creen el colmo de la ocurrencia sostienen que, igual que un divorcio es la ruptura voluntaria del vínculo matrimonial, la independencia sería la ruptura voluntaria del vínculo nacional. La clave está en Rousseau. Si no hay contrato social no hay nación. Parece impecable.

Pero de impecable no tiene nada: si la voluntad hace el contrato, una voluntad viciada lo anula. Los tres vicios que pueden ser inducidos en la voluntad del contratante, según la milenaria tradición jurídica española y europea continental, son la violencia, la intimidación y el dolo. No hay mejor modo de explicar lo que ha sucedido en Cataluña y el País Vasco en las últimas cuatro décadas.

La violencia del terrorismo nacionalista vasco, y en mucha menor medida –hasta ahora– del catalán, ha acallado con tremenda eficacia muchas voces que, de haber habido completa libertad, habrían podido dar una respuesta al adoctrinamiento de masas que ha desembocado en el predominio de las opciones políticas que, por ser hermanas ideológicas de los asesinos, han tenido el campo libre para su actividad.

Pero la monopolización de los foros políticos y sociales no ha sido solamente consecuencia del asesinato de un millar de personas, sino también, y sobre todo, de la intimidación de muchísimos más que han preferido callar, ceder, resignarse o marcharse de su tierra para evitar mil problemas en la vida diaria o incluso la muerte. Sin la violencia etarra, el Título VIII de la Constitución y los estatutos de autonomía surgidos de ella habrían sido otros. Otegui se carcajea satisfecho de la ridícula representación política de los partidos de derechas en el País Vasco. Pero, ¿los resultados electorales serían los mismos y él se carcajearía igual si durante cuarenta años hubieran sido asesinados por la espalda novecientos de los suyos?

Por lo que se refiere a la "pacífica" Cataluña, sin la continua intimidación, y a veces incluso la violencia, sufrida durante cuatro décadas por quienes han osado oponerse a la dictadura nacionalista, ¿se habría implantado igualmente el pensamiento único en una sociedad digna del horror de Orwell?

Finalmente, sin la actitud escandalosamente dolosa de unos Gobiernos nacionalistas que han utilizado sus competencias para sembrarlo todo de mentiras, para adoctrinar a la población en un alucinante delirio histórico y provocar un odio sin causa, y, últimamente, para organizar golpes de Estado desde sus despachos, tantos millones de vascos y catalanes no desearían la secesión de España.

Bajo la violencia, la intimidación y el engaño no hay forma de contrastar pareceres con libertad, de reflexionar con mesura y de tomar decisiones sensatas. Bajo la violencia, la intimidación y el engaño no hay libertad, ni orden, ni justicia ni democracia.

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