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Cristina Losada

¿Fanáticos, dice usted?

Los profetas del desastre, los predicadores del apocalipsis, los que anuncian el castigo inminente de los vicios humanos, siempre han tenido su público.

En la inauguración de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el presidente en funciones aludió a los fanáticos. No lo hizo, sin embargo, para advertir a los reunidos del riesgo de que el fanatismo de los activistas del clima arroje dudas sobre la causa que allí se trata. Puesto que si una causa quiere sostenerse en fundamentos científicos o, como en este caso, asegura que se basa únicamente en el tipo de evidencias que proporciona la ciencia, no hay nada menos recomendable que la compañía del fanático. Su presencia en los alrededores, más aún su acceso al núcleo dirigente, es una prueba en contra de cualquier pretensión científica.

Pese a esta contraindicación, la causa del cambio climático no ha hecho más que rodearse de fanatismo. Lo ha hecho de un modo creciente y en grado exponencial. Cuando uno tiene la panorámica de su evolución –desde la época en que era un asunto marginal, casi friki, hasta la omnipresencia alcanzada hoy–, la impresión que se consolida es que el recurso al fanatismo ha sido una elección deliberada. En otras palabras, una estrategia. Porque las grandes organizaciones dedicadas al estudio del cambio climático se habrán conducido igual que otras muchas más pequeñas a la hora de promover sus respectivas causas. Y lo que saben perfectamente todas estas organizaciones es que sólo si consiguen transmitir que su causa y su tema son los más cruciales y vitales del mundo, que el suyo es asunto de vida o muerte, van a lograr la atención y los fondos necesarios para seguir adelante.

En este terreno, como se comprenderá, la competencia es feroz. Esta clase de recursos también –o más que ningún otro– son escasos. La tentación, ahí, de dar la alarma es más, mucho más, que una tentación. Es prácticamente una obligación. Es eso o nada. O pones una catástrofe en el horizonte inmediato o no te hacen caso. O metes miedo o no hay un euro para ti. Visto así, desde la óptica de la pura supervivencia –no hablo aquí de la del planeta–, se entiende la opción por el activismo fanático. Quién no lo haría. Tiene, además, el aval de la historia. Los profetas del desastre, los predicadores del apocalipsis, los que anuncian el castigo inminente de los vicios humanos, siempre han tenido su público. En todas las épocas. ¿Por qué iba a fallar ahora? ¿Porque somos más científicos? ¿Más racionales? ¿Menos manipulables? Si lo fuéramos, no funcionaría la histeria de los fanáticos del cambio climático y lo cierto, lamentablemente cierto, es que funciona.

Sánchez dijo en la inauguración que "sólo un puñado de fanáticos niega ya la evidencia" del cambio climático. Obviamente, dio la ubicación equivocada del fanatismo. Pero es comprensible. Para el político medio, el asunto del cambio climático es perfecto. No requiere presentar resultados de inmediato. Basta muy poco para quedar bien. Y mientras salvas al planeta puedes dejar que se deteriore el concreto patrimonio natural de tu país, región o ciudad. Un chollo.

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